Poderosas razones para evitar las salas cinematográficas y otras cosas.
Armando Enríquez
Vázquez
Más allá de las cuestiones dramáticas, hace mucho que decidí
ir al cine lo menos posible. Por un lado entre remakes y melodramas de cuarta
disfrazados de cine arte la oferta es cada día menos tentadora pero más allá de
esas cuestiones dramáticas como decía, existen razones de peso, que se han ido
acumulando con el paso de los años para evitarme la molestia de ir al cine. Debo
confesar que la idea no es nueva en mí. La percepción de lo importante de no ir
al cine empezó a mediados de los años ochenta cuando la mayoría de las salas de
cine en México, eran operadas por COTSA (Compañía Operadora de Teatros) un
organismo del gobierno federal. A mediados de esa década las audiencias
comenzaron a abandonar las salas de cine por muchas razones; pésimas butacas,
diseñadas para personas que midieran menos de un metro sesenta de altura. La
gente con una altura mayor se veía atrapada entre asientos de la fila de
enfrente que laceraban las rodillas pues la altura de la butacas era menor a la
de los hombros de su ocupante y la rigidez del respaldo de la butaca en la uno
estaba sentado, por lo que en mi caso prefería sentarme en los asientos pegados
a los pasillos y así extender las piernas en diagonal, lo cual llevaba el peligro
de hacer tropezar a alguien que entrara a la sala una vez iniciada la función y
tener que enfrentar algún tipo de reclamo que podía terminar en bronca o peor
aun terminar con el pantalón lleno de algún refresco dulzón y palomitas. La proyección dejaba mucho que desear y en más
de una ocasión el proyeccionista conocido por el espectador mexicano como “Cácaro”, olvidaba cambiar de rollo y
dejaba por minutos a la sala en la oscuridad mientras la mentadas de madre
aumentaban. Una vez en un dizque cine cultural del Sur de la Ciudad, el “Cácaro” tuvo la
creativa idea, por no llamarla descuido o pachecada de intercambiar los rollos
de la película como le dio la gana creando gran confusión entre los
espectadores que vimos una película totalmente diferente al resto del mundo.
Las palomitas eran infames; secas, de color amarillo,
algunas veces hasta rancias, y no se hacían en la dulcería del cine. Llegaban
en sospechosas y enormes bolsas de plástico a la dulcería, donde un dependiente
se dedicaba a vaciarlas en una vitrina que funcionaba bajo el mismo principio
que lo hacen muchos puestos callejeros de carnitas donde la fuente de calor, sí
es que había alguna, era un foco de sesenta watts. Te las daban en una pequeña
bolsa de papel y ese era el único tamaño posible. El servicio era nulo y todos
los cines sin importar la zona de la ciudad en la que se encontrara parecían
oficinas de la Secretaria de la Reforma Agraria, operados y atendidos por
maestros del SNTE y de la CNTE. Pero estábamos acostumbrados a una mediocre exhibición
en mediocres cines del Estado, con estrenos que llegaban con meses de retraso
en el mejor de los casos y que pasaban por la censura. Hasta las salas privadas
como las de Organización Ramírez, que controlaban algunas salas; el Cine
Agustín Lara, entre los que recuerdo, en Patriotismo o los infames Choricinemas de Plaza Universidad,
famosos por vender siempre más boletos que asientos tenían las salas, así como
por ser uno de los primeros complejos con varias salas diminutas en el espacio
que anteriormente servía para un solo cine, o las salas de Gustavo Alatriste
que tenían nombres de cineastas y exhibían un poco de softporno, otro de
autores de culto y otro tanto de underground.
La más de las veces, todo cabía en una sola película, eran iguales y a veces
hasta peores. Los espectadores hacían honor a las películas que se exhibían por
eternidades; entre indigentes y obsesos por ver desnudos en las pantallas.
A mediados de los años ochenta los amantes del cine
comenzaron a abandonar las salas de cine, se culpaba a la inseguridad, a lo
vacío que estaban muchos de los cines que parecían estadios, pero nadie se
atrevía a decir la verdad, porque tenía un gusto a placer culposo; las
videocaseteras comenzaban a ganar terreno al cine y frente a una mala
exhibición en una sala incomoda estaban los primeros sistemas de audio estéreo
para televisiones y la videocasetera que tenía un botón de pausa que le
permitía pararse a preparar palomitas en el también novedoso, en ese entonces,
horno de microondas, ir al baño y hasta se podía con otro botón regresar las secuencias
más candentes de la película y ponerle pausa para verle los senos a su actriz
favorita. Las salas de cine comenzaron a vaciarse, y en lugar de espectadores
muchas de las salas comenzaron a llenarse sospechosamente de gatos. Llegué a
estar en salas que tenían más felinos que seres humanos. Esto trajo otra
consecuencia poco atractiva, los cines olían a orines de gato y a veces a
orines humanos combinados.
En 1988 viví durante unos meses en la Apenas Veracruzana, donde no solo descubrí que los cines de COTSA
sufrían también un abandono, sino que los cines en provincia eran el refugio
perfecto para burócratas veracruzanos que se iban de “pinta de su trabajo” y
dormían a pierna suelta en las incomodas butacas y además nadie objetaba el que
se fumara dentro de la sala o se bebiera. Una vez pagado el boleto uno era
libre de hacer lo que quisiera.
Cuando finalmente el Estado descentralizador de Salinas
decidió que los cines eran un muy mal negocio y los vendió, el daño estaba
hecho. Con el tiempo surgieron los Cinemex, Cinemark, Cinepolis; al parecer la
modernidad finalmente había llegado al exhibición de películas en nuestro país,
buenas copias, audios que cada día son programados para engendrar generaciones
de seres humanos sordos, palomitas hechas en sala, en envases gigantescos
rebosantes de mantequilla, caramelo, chamoy y tan caras que equivalen a una comida corrida
en las calles de nuestra ciudad. Refrescos en cubeta para ser un obeso del
primer mundo sin la molestia de tener pasaporte, hot dogs, nachos y últimamente
placeres alimenticios que parecen sibaritas pero en realidad son sólo otra
manera de llamar a una torta de jamón y queso. En el camino a la modernidad se
perdieron los gaznates y los pistaches.
Pero más allá de los gustos alimenticios cuando la gente
regresó a las salas de cine, creyó y sigue en el malentendido de estar en la
sala de su casa. Existen nuevos y muy creativos espectadores; el que lee el
titulo y los créditos de la película en voz alta. El que lleva a sus hijos a
películas en inglés cuando los niños no saben leer aun y no lee los
subtítulos a todos a su alrededor. El que platica toda la película, el que a
gritos anticipa lo que el cree que va a suceder, los novios que se pelearon
antes de entrar a la sala y tratan de reconciliarse dentro de ella, para poder
ir a cenar o atener sexo de reconciliación después de la película. Las ancianas
que no dejan de hablar de los buenos actores que había hace 40 años. Incluso
alguna vez me tocó que antes de la función al subir el telón para dar paso a
los cortos apareciera una declaración de amor y un adolescente llenara de
flores, palomitas y refrescos a una muchachita con la que extasiado sudó la
palma de su mano durante toda la función. Además de retrasar el inicio de la
cinta por más de 20 minutos.
Alguna vez pensé que refugiarse en las funciones matutinas
era un gran remedio para evitar a los espectadores de cine, pero ya ni eso
resulta. Las salas están llenas de
pubertos de pinta o de cuarentonas y cincuentonas de regreso de su terapia.
Todas quieren ver películas de Woody Allen o Bergman como sucedáneo de café y
magdalenas, pero terminan viendo Los
Vengadores, o un chick flick
rodeadas de las amigas de sus hijas y llorando e ilusionándose como ellas.
En fin las únicas emociones que quedan en los cines ya no
tienen nada que ver con una experiencia estética, sino con el evitar ser
baleado mientras ve un anuncio de que bella es la vida.
Publicado en Palabras Malditas febrero de 2013
Imagen:strenghtweekly.com
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