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miércoles, 26 de mayo de 2010
La magia de un impostor
Carlos Balmori, español millonario, que durante la segunda década del Siglo veinte engaño a los capitalinos del circulo de poder, fue uno de los grandes impostores de nuestra ciudad. Resultó no ser nada de lo que decía ser, pero se divirtió de lo lindo.
La primera vez que escuché hablar de Carlos Balmori y las Balmoreadas fue hace unos veinte años. Me llamó la atención desde entonces, el personaje y la cofradía que se formó a su alrededor. En 1926 México era un país envuelto en resaca de la revolución; los grupos que anhelaban poder y riqueza eran muchos. Eran épocas de gran intolerancia y a la menor provocación las armas salían a relucir, incluso en la Cámara de Diputados. Las diferencias políticas y amorosas se dirimían a balazos. En ese momento surge un personaje dispuesto a divertirse a costa de la ambición, de la mezquindad humana.
Lo curioso es que siendo uno de los más peculiares personajes que han habitado la Ciudad de México, su historia incluso llegó a las primeras planas de periódicos en el extranjero, hoy lo hemos olvidado.
Carlos Balmori, bajo de estatura de gris bigote y gruesas gafas como lo muestran las fotos de la época, era un empresario español, millonario, con negocios en todo el mundo. Era un excéntrico. Un Don Juan… Se cuenta que alguna vez, invitado a comer por un ambicioso político con aspiraciones presidenciales, atravesó los jardines de la casa en el automóvil Hudson del General Álvaro Obregón. Todo para evitar caminar desde la reja de casa hasta la entrada a la misma. Ya frente al anfitrión, después de correr el Hudson a través del jardín Balmori, tendió su mano al político y al saludarlo le dijo: ¡Qué fea casa!, ¿Acaso no conoce usted el mármol de carrara? Acto seguido Balmori tiró una moneda de oro al piso y le ordenó a su chofer traerle cigarros.
El político entonces invitó al millonario español a conocer su cuadra de caballos pura sangre. Camino a las caballerizas no pudo si no notar que la alberca del político parecía un vil chapoteadero. Ya frente a los caballos, Balmori mostró poco interés ante tales jamelgos y le ofreció al político, enviarle en la semana seis caballos de verdad. Sentados a la mesa don Carlos no dejo de coquetear con la mujer del político, aparte de señalar que la comida era digna de perros. El político en su afán lisonjero y servil, “aguantaba vara” como diríamos, pues este hombrecillo, excéntrico que había servido al ejército español en África, inversionista en la mitad de los países del mundo representaba medios para obtener el poder. Al final Don Carlos Balmori, acompañado por su secretario particular, Luis Cervantes Morales, ofreció al político comprar su colección de automóviles para venderla como fierro viejo. El político había llegado a su límite y con el puño crispado, manteniendo aun la sonrisa invito a sus huéspedes a tomar una copa en la sala. Ahí antes que nada y para sorpresa del anfitrión Don Carlos Balmori, se arrancó el gris bigote revelando su verdadera personalidad; la anciana mexicana Conchita Jurado, que muy lejos estaba de ser millonaria. La mayoría de los bromeados terminaban riendo de la broma. Tal vez por desahogo, tal vez por brutos, sin darse cuenta de haber sido exhibida su peor condición humana.
Curiosamente la mayoría de los bromeados se unía al grupo para planear la siguiente broma. Estas bromas se conocieron como “balmoreadas”. Pocos fueron los que cruzaron impolutos las aguas pantanosas de Don Carlos Balmori. Uno de los que resistió la chequera de la anciana dijo con alivio al final de la broma: “¡Quiso Dios que Balmori no me llegara al precio!”.
Pero pasemos al personaje central de la historia: Conchita Jurado. Conchita nació el 2 de agosto de 1865 en la ciudad de México. Desde la adolescencia demostró sus dotes histriónicas, disfrazándose y haciendo a su familia las víctimas de sus primeras bromas. Se cuenta que en alguna ocasión caracterizada como una humilde indígena tocó a la puerta de su casa y pidió a su madre que bautizara al bebé que llevaba con ella, el cual por supuesto era un muñeco, tanto rogó la indígena que la mujer accedió y mandó llamar a un sacerdote, el cual indignado se negó a bautizar al pequeño ante las absurdas exigencias de la indígena; que el niño se llamara Espartaco, que se reconociera al niño como hijo de nadie, que no se le aplicará agua bendita.
Fue en esa época cuando hizo su aparición Don Carlos Balmori. Un día, Conchita disfrazada como el caballero español, llamó a la puerta de su casa y exigió ver a su padre, a quien le pidió la mano de Conchita Jurado, tras hacerse de palabras por la insolencia del joven la aventura terminaría con el padre de Conchita persiguiendo a su Carlos Balmori por las calles de la ciudad de México. El padre volvió a ser víctima de su hija, cuando Conchita un día se presentó a la puerta de su casa disfrazada de carbonero exigiéndole al dueño de la casa el pago por adelantado de su carbón. En esa ocasión el padre casi se lía a golpes con la hija, sin saberlo.
Pero salvo esas primeras bromas juveniles, el gran papel de Conchita surge a partir de 1926 y hasta su muerte en 1931. En esos cinco años Don Carlos Balmori hizo escarnio de la alta sociedad, ocasionó más de un divorcio. Se casó en varias ocasiones, deshizo fortunas. Pero sobretodo demostró ese servilismo tan característico hasta nuestros días de ciertos sectores políticos y sociales de México. Militares, un secretario de estado, un inspector de la policía, así como varios médicos fueron víctimas de las balmoreadas.
Los destinados a conocer a Carlos Balmori creían que los esperaba la invitación a formar una gran fortuna, a pertenecer a los círculos de poder y glamour. Y en la mayoría de los casos no importaba el precio de unas cuantas humillaciones y groserías; si al final la revolución les haría justicia. Recibía a sus víctimas, “puerquitos” como los llamaba el grupo, en lujosas mansiones de Coyoacán, en otras ocasiones los visitaba en su casa haciendo gala de grosería, como ya quedó claro. Balmori seducía a las jóvenes y al cabo de tan sólo media hora de conocerlas las besaba apasionadamente en la boca, con la promesa de una pronta boda.
Se dice que alguna vez su punto de bromas fue una reunión del partido comunista en la que fue presentado por su secretario Luis Cervantes Morales, como su “amo”, llegado el momento de hablar, Don Carlos, aclaró que su presencia tenía como objetivo alejar a la concurrencia de las ideas de izquierda y acto seguido paso a seducir a la más guapa de “las compañeras” ahí reunidas, y pedir a los congregados la mano de la joven en matrimonio. La chica se dijo dispuesta a sacrificarse por la causa y aceptó. En alguna ocasión Conchita Jurado y su séquito de seguidores fueron balmoreados. Un jefe de policía que fue víctima de Balmori, decidió vengarse del grupo y mandó a dos de sus agentes como “puerquitos” cuando las cosas terminaron y Conchita se arrancó el bigote, uno de los policías enfurecido disparó contra el otro que cayó al suelo sangrando, ante la vista de la sangre Conchita jurado se desmayó. Todo estaba planeado las balas eran de salva y la sangre pintura. Pero esto hizo que el grupo dejara las bromas por un tiempo.
En 1931 Conchita Jurado murió, su tumba se encuentra en el panteón de Dolores. Sus amigos le construyeron una tumba con mosaicos que celebran algunas de las famosas balmoreadas.
En su lecho de muerte Conchita Jurado dijo a su secretario y compinche de bromas, Luis Cervantes Morales: “Ya vino el cura y he confesado todos mis pecados. Si Carlos Balmori le teme a Dios, tendrá que confesarse por separado, porque ese demonio ya me ha abandonado”.
El espíritu Balmori, habiendo abandonado el cuerpo de Conchita, todavía haría una última broma; en 1960 Luis Cervantes, citó al escritor Armando Jiménez, autor de Picardía Mexicana, para invitarlo a escribir las memorias de Carlos Balmori. Jiménez quien tenía muchos compromisos entonces se disculpó, Cervantes insistió y prometió pagarle con un rancho de su propiedad. Tentado el escritor, actuó con precaución pues, aunque Conchita llevaba 29 años muerta, no quería convertirse en un puerquito más, Checó la propiedad, habló con los vecinos y trabajadores del rancho y todo estaba en regla, confirmo la personalidad de Luis Cervantes. La broma se descubrió al final cuando Armando Jiménez se disponía a firmar las escrituras, pues los involucrados se despojaron de sus disfraces y rieron de lo lindo del escritor.
Finalmente, en 1965 Luis Cervantes publicó las memorias de Carlos Balmori, escritas por el secretario del español, dejando así constancia de la vida de una mujer extraordinaria y sus amigos que en medio de los alocados años veinte se divirtieron a costas de la sociedad mexicana.
Publicado en ThePoint.com.mx el 26 de mayo de 2010
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