sábado, 1 de enero de 2022

Librerías.

 


Más allá de su funcionalidad, la posibilidad de unir al libro con su lector como diría Borges, las librerías pueden llegar a ser bellas. Algunos establecimientos que recuerdo. 

Armando Enríquez Vázquez

Leo un artículo acerca de las librerías más bellas del mundo, un artículo que se ha vuelto lugar común en Internet. En diferentes portales es común encontrar este tipo de texto. En este publicado por The Financial Times, como siempre cada quien tiene sus favoritas y sus repetidas con otros recuentos similares, me sorprende encontrar por primera vez una librería mexicana; El Péndulo Cafebrería, y lo cierto es que la matriz en la calle de Nuevo León en La Condesa y la sucursal de Polanco son librerías hermosas en verdad. Con los años el Fondo de Cultura Económica ha construido al menos dos bellos espacios para sus clientes y lectores, el primero aprovechando la estructura de lo que fue alguna vez el Cine Lido, inaugurado en 1942 y diseñado por el arquitecto estadounidense Charles Lee en el más puro estilo art deco. En 2006 se reinauguró como un centro cultural que incluye la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica, el otro es el Centro Cultural Elena Garro en el centro de Coyoacán.

A lo largo de muchas décadas las librerías en México se transformaron de estanterías con libros donde a veces ni siquiera se podía observar los libros con detenimiento pues se estorbaba el paso de otros clientes en amplios espacios con sillones y lugares recreativos para los lectores más jóvenes.

En la década de los ochenta y noventa Gandhi era sin duda la mejor opción para buscar libros y LPs, sin embargo, era un infierno para buscar libros de manera azarosa. Los libreros a veces eran lo demasiado chaparros y obligaban al lector a buscar en cuclillas entre la oferta de libros obstruyendo a otros que tenían una idea más clara de los que buscaban o a los dependientes que siempre lo supieron todo acerca de la oferta editorial de la librería y de los autores que el lector buscaba. La mesa de ofertas era una enorme estructura al final del pasillo de entrada al local de Miguel Ángel de Quevedo. Los libros en centro eran inalcanzables para cualquier persona y la mesa limitaba el paso a quienes intentaban ver los libros en las estanterías atrás de la mesa.

El Parnaso en el centro de Coyoacán era la segunda librería en el sur de la ciudad. Mucho más espaciosa que Gandhi, y había una más en Insurgentes Sur, frente al Teatro de los insurgentes con su majestuoso mural de Diego Rivera que se llamaba El Ágora, en el centro de la ciudad se encontraban El Sótano y Porrúa, ambas restringían el paso al cliente y como en tlapalería una serie de dependientes atendían a los lectores desde un mostrador, algo que siempre odié.  Afortunadamente ambas han eliminado esa política que alejaba al lector del libro.

La cadena importante de librerías en la Ciudad de México era la Librería de Cristal que había por diferentes zonas de la ciudad y que por lo general estaban mejor planeadas para que el lector/cliente las caminara y revisara con calma los títulos en las estanterías. Pero la oferta no era la mejor y cerca del final de sus días eran visitadas únicamente en temporada de inicio de clases pues en ellas se encontraban todos los libros de texto de secundarias, preparatorias y universidades.

Había una librería en Plaza Universidad llamada Bibliorama que para la inculta clase media mexicana resultaba un extravagante local más, en una plaza del futuro donde lo que importaban eran los cines y locales deportivos y de ropa, que con los años desapareció para dar paso a una tienda de memorabilia de películas y programas de televisión, que ya también desapareció.

 Estas eran las librerías en las que me movía durante mi adolescencia y temprana juventud. Alguna vez me contaron de una librería en sobre avenida de los Insurgentes en la Zona Rosa, llamada Berlin que alguna vez pude ver desde su aparador porque por alguna razón que no recuerdo estaba cerrada.

También estaban las que visitaba de manera constante porque amigos míos trabajaban en ellas o en como en el caso de la Librería Bonilla, ubicada en esos años enfrente a la entra de la UNAM sobre avenida Universidad, la familia de mi amigo Juan Bonilla era la dueña. Actualmente es Juan quien dirige la librería que además tiene su editorial y cuyo local comercial se ubica sobre Miguel Ángel de Quevedo.

Otra librería que visité durante una temporada de manera constante fue El Juglar en la colonia Guadalupe Inn donde mi amigo José Manuel de Rivas trabajaba como dependiente en los lejanos años ochenta. José habría de morir en los años noventa de manera trágica.  

Fue también a mediados de la década de los años ochenta cuando descubrí las librerías de viejo y maravilloso arte del trueque, había una de estas librerías sobre Ave. Cuauhtémoc en las cercanías del Cine México, que además sobrevivió al terremoto de 1985 y en la que realicé este tipo de transacciones más de una vez. Las librerías de viejo que han proliferado son un gran lugar para perderse en ellas por horas buscando un libro que no te imaginas que existe o que quieres leer hasta que ves el título en el lomo entre otros miles de decenas de libros usados.

Con el tiempo he aprendido que las librerías de viejo son la mejor opción para los bibliófilos no sólo en la Ciudad de México, sino en las pocas ciudades del interior y del extranjero que conozco, porque no te apabullan con mesas de novedades donde un desconocido de 26 años y con una primera novela es comparado por el ambicioso y falaz editor con toda la obra de Chejov, Joyce y Proust  juntos, ni están llenos de libros lejanos a la literatura y más cercanos a la más ramplona crónica periodista, disfrazada y etiquetada como literatura por la editorial y los libreros.

En las librerías de viejo sin complejos de moda, ni trending topics uno puede perderse en pasillos de sencillas maravillas con encuadernaciones muchas veces dañadas.

imagen; fotografía de mi autoría.

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