¿Cómo entender
la ciudadanía en la política de hoy donde reinan el totalitarismo y estas
democracias que no lo son?
Armando Enríquez Vázquez.
La democracia ha
muerto en el mundo, si es que alguna vez vivió. Los últimos estertores los da
en el norte de Europa, en Alemania.
El planeta se
vuelca hacía las tiranías, ese sistema que ha caracterizado la historia de los
seres humanos. Los sueños húmedos de la democracia parecen estar llegando a su
fin, incluso en quienes durante los dos últimos siglos se han autonombrado de
manera ingenua y bastante estúpida, los padres de la democracia: Estados
Unidos.
La principal
pregunta que un alma demócrata se hace hoy es ¿Dónde queda la ciudadanía? La
respuesta es la de siempre. ¿Cuál ciudadanía?
¿Qué es la
ciudadanía? Y ¿Para qué sirve?
A últimas fechas
con los triunfos de candidatos populistas y con características totalitarias, las
mayorías han decidido, al parecer, el regresar a la esclavitud. Cuentan que al
restablecerse el absolutismo en España a principios del siglo XIX el pueblo
gritaba “¡Vivan las caenas!”, querían decir cadenas, en clara alusión al
regreso del rey y la condición servil del pueblo.
A lo largo del
siglo XX y con la caída de las diferentes monarquías, los discursos nacionales
y políticos ensalzaron el valor del ciudadano. Dogmatizaron el falso valor del
voto y trataron de vender la idea del poder de la participación ciudadana.
En las últimas
décadas la ciudadanía ha creído estar empoderada. La mal llamada sociedad civil
ninguneada por los gobiernos, El fracaso rotundo de movimientos como Occupy
Wall Street y sus derivados, La primavera árabe, el 15 M en España o
las recientes mareas rosas en México, sólo muestran que un trending
topic, pasa de moda de una manera casi inmediata, que los gobiernos tienen
medida a la población y las protestas son válidas como un falso ejemplo de la
falsa democracia, una tolerancia que permite la descarga del malestar social
pero que se sabe que no impactará en las políticas de estado, ni en el poder
real de los gobiernos.
En México nos
impusimos y los gobiernos han reforzado por conveniencia la idea de que la
ciudadanía comienza y termina el día de la elección, ya sea votando o actuando
como parte de ese ejército ciudadanos que en teoría opera las casillas
electorales y hace el conteo de votos. Un día, cada tres años, salimos de la
casilla con un dedo manchado de tinta indeleble lo que nos vuelve ciudadanos.
No importa si votaste de conciencia, vendiste tu voto o fuiste parte de los
cochupos y amenazas que sufren muchos funcionarios de casillas por parte de
políticos, del crimen organizado y a veces de ambos. En México las elecciones
son siempre un triunfo de la ciudadanía y por extensión de la “democracia”.
La ciudadanía es
una simple palabra de moda, un espejismo. Ni la ejercemos como se debe, ni
entendemos lo qué es.
La idea de su
fuerza e importancia más allá de la demagogia política de izquierda o derecha,
crece gracias a las redes sociales y al síndrome que provoca creer que el
universo de nuestros contactos; seguidores y seguidos piense de la misma manera
que nosotros. Es más nosotros mismos nos pensamos ciudadanos al más puro estilo
de la Revolución Francesa; Iguales, libres y fraternos, cuando en las mismas
redes sociales demostramos todo lo contrario.
Ciudadanía hoy es
sólo un sinónimo de masa, una palabra para engañar la supuesta participación de
los gobernados en la construcción de gobierno. Incluso bajo gobiernos como los
llamados comunistas y los demagogos que han triunfado en diferentes países incluido
México.
Queremos seguir pensando
que de manera colectiva tenemos una voz y una fuerza que contribuye, impulsa las
decisiones de gobierno. Todos los días, tenemos muestras que eso sólo es una
percepción corrupta.
Un ciudadano es algo
tangible. La ciudadanía solo un mito, en el mejor de los casos buenos deseos.