viernes, 24 de enero de 2014

Porque ya no voy al cine.






Poderosas razones para evitar las salas cinematográficas y otras cosas.

Armando Enríquez Vázquez

Más allá de las cuestiones dramáticas, hace mucho que decidí ir al cine lo menos posible. Por un lado entre remakes y melodramas de cuarta disfrazados de cine arte la oferta es cada día menos tentadora pero más allá de esas cuestiones dramáticas como decía, existen razones de peso, que se han ido acumulando con el paso de los años para evitarme la molestia de ir al cine. Debo confesar que la idea no es nueva en mí. La percepción de lo importante de no ir al cine empezó a mediados de los años ochenta cuando la mayoría de las salas de cine en México, eran operadas por COTSA (Compañía Operadora de Teatros) un organismo del gobierno federal. A mediados de esa década las audiencias comenzaron a abandonar las salas de cine por muchas razones; pésimas butacas, diseñadas para personas que midieran menos de un metro sesenta de altura. La gente con una altura mayor se veía atrapada entre asientos de la fila de enfrente que laceraban las rodillas pues la altura de la butacas era menor a la de los hombros de su ocupante y la rigidez del respaldo de la butaca en la uno estaba sentado, por lo que en mi caso prefería sentarme en los asientos pegados a los pasillos y así extender las piernas en diagonal, lo cual llevaba el peligro de hacer tropezar a alguien que entrara a la sala una vez iniciada la función y tener que enfrentar algún tipo de reclamo que podía terminar en bronca o peor aun terminar con el pantalón lleno de algún refresco dulzón y palomitas.  La proyección dejaba mucho que desear y en más de una ocasión el proyeccionista conocido por el espectador mexicano como “Cácaro”, olvidaba cambiar de rollo y dejaba por minutos a la sala en la oscuridad mientras la mentadas de madre aumentaban. Una vez en un dizque cine cultural del Sur de la Ciudad, el “Cácaro”  tuvo  la creativa idea, por no llamarla descuido o pachecada de intercambiar los rollos de la película como le dio la gana creando gran confusión entre los espectadores que vimos una película totalmente diferente al resto del mundo.
Las palomitas eran infames; secas, de color amarillo, algunas veces hasta rancias, y no se hacían en la dulcería del cine. Llegaban en sospechosas y enormes bolsas de plástico a la dulcería, donde un dependiente se dedicaba a vaciarlas en una vitrina que funcionaba bajo el mismo principio que lo hacen muchos puestos callejeros de carnitas donde la fuente de calor, sí es que había alguna, era un foco de sesenta watts. Te las daban en una pequeña bolsa de papel y ese era el único tamaño posible. El servicio era nulo y todos los cines sin importar la zona de la ciudad en la que se encontrara parecían oficinas de la Secretaria de la Reforma Agraria, operados y atendidos por maestros del SNTE y de la CNTE. Pero estábamos acostumbrados a una mediocre exhibición en mediocres cines del Estado, con estrenos que llegaban con meses de retraso en el mejor de los casos y que pasaban por la censura. Hasta las salas privadas como las de Organización Ramírez, que controlaban algunas salas; el Cine Agustín Lara, entre los que recuerdo, en Patriotismo o los infames Choricinemas de Plaza Universidad, famosos por vender siempre más boletos que asientos tenían las salas, así como por ser uno de los primeros complejos con varias salas diminutas en el espacio que anteriormente servía para un solo cine, o las salas de Gustavo Alatriste que tenían nombres de cineastas y exhibían un poco de softporno, otro de autores de culto y otro tanto de underground. La más de las veces, todo cabía en una sola película, eran iguales y a veces hasta peores. Los espectadores hacían honor a las películas que se exhibían por eternidades; entre indigentes y obsesos por ver desnudos en las pantallas.
A mediados de los años ochenta los amantes del cine comenzaron a abandonar las salas de cine, se culpaba a la inseguridad, a lo vacío que estaban muchos de los cines que parecían estadios, pero nadie se atrevía a decir la verdad, porque tenía un gusto a placer culposo; las videocaseteras comenzaban a ganar terreno al cine y frente a una mala exhibición en una sala incomoda estaban los primeros sistemas de audio estéreo para televisiones y la videocasetera que tenía un botón de pausa que le permitía pararse a preparar palomitas en el también novedoso, en ese entonces, horno de microondas, ir al baño y hasta se podía con otro botón regresar las secuencias más candentes de la película y ponerle pausa para verle los senos a su actriz favorita. Las salas de cine comenzaron a vaciarse, y en lugar de espectadores muchas de las salas comenzaron a llenarse sospechosamente de gatos. Llegué a estar en salas que tenían más felinos que seres humanos. Esto trajo otra consecuencia poco atractiva, los cines olían a orines de gato y a veces a orines humanos combinados.
En 1988 viví durante unos meses en la Apenas Veracruzana, donde no solo descubrí que los cines de COTSA sufrían también un abandono, sino que los cines en provincia eran el refugio perfecto para burócratas veracruzanos que se iban de “pinta de su trabajo”  y dormían a pierna suelta en las incomodas butacas y además nadie objetaba el que se fumara dentro de la sala o se bebiera. Una vez pagado el boleto uno era libre de hacer lo que quisiera.
Cuando finalmente el Estado descentralizador de Salinas decidió que los cines eran un muy mal negocio y los vendió, el daño estaba hecho. Con el tiempo surgieron los Cinemex, Cinemark, Cinepolis; al parecer la modernidad finalmente había llegado al exhibición de películas en nuestro país, buenas copias, audios que cada día son programados para engendrar generaciones de seres humanos sordos, palomitas hechas en sala, en envases gigantescos rebosantes de mantequilla, caramelo, chamoy  y tan caras que equivalen a una comida corrida en las calles de nuestra ciudad. Refrescos en cubeta para ser un obeso del primer mundo sin la molestia de tener pasaporte, hot dogs, nachos y últimamente placeres alimenticios que parecen sibaritas pero en realidad son sólo otra manera de llamar a una torta de jamón y queso. En el camino a la modernidad se perdieron los gaznates y los pistaches.
Pero más allá de los gustos alimenticios cuando la gente regresó a las salas de cine, creyó y sigue en el malentendido de estar en la sala de su casa. Existen nuevos y muy creativos espectadores; el que lee el titulo y los créditos de la película en voz alta. El que lleva a sus hijos a películas en inglés cuando los niños no saben leer aun y no lee los subtítulos  a todos a su alrededor.  El que platica toda la película, el que a gritos anticipa lo que el cree que va a suceder, los novios que se pelearon antes de entrar a la sala y tratan de reconciliarse dentro de ella, para poder ir a cenar o atener sexo de reconciliación después de la película. Las ancianas que no dejan de hablar de los buenos actores que había hace 40 años. Incluso alguna vez me tocó que antes de la función al subir el telón para dar paso a los cortos apareciera una declaración de amor y un adolescente llenara de flores, palomitas y refrescos a una muchachita con la que extasiado sudó la palma de su mano durante toda la función. Además de retrasar el inicio de la cinta por más de 20 minutos.
Alguna vez pensé que refugiarse en las funciones matutinas era un gran remedio para evitar a los espectadores de cine, pero ya ni eso resulta.  Las salas están llenas de pubertos de pinta o de cuarentonas y cincuentonas de regreso de su terapia. Todas quieren ver películas de Woody Allen o Bergman como sucedáneo de café y magdalenas, pero terminan viendo Los Vengadores, o un chick flick rodeadas de las amigas de sus hijas y llorando e ilusionándose como ellas.
En fin las únicas emociones que quedan en los cines ya no tienen nada que ver con una experiencia estética, sino con el evitar ser baleado mientras ve un anuncio de que bella es la vida.



Publicado en Palabras Malditas febrero de 2013
Imagen:strenghtweekly.com

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