Viajar no solamente es una experiencia física y recorrer nuestros lugares, costumbres y calles con los ojos de otro es revelador.
Armando Enríquez Vázquez
El primer gran viaje que hice fue a los siete años, cuando mi abuelo puso en mis manos 20,000 leguas de viaje submarino.
A esa edad crucé los océanos del mundo, persiguiendo a un monstruo que
acababa con las embarcaciones y que resultó ser un submarino comandado
por un melancólico en busca de su venganza contra los hombres y su
tecnología.
Ahí iniciaron los viajes a diferentes
lugares a través de los ojos de otros, viajé de la mano de Emilio
Salgari a las selvas malayas e hindúes, surqué los océanos con el
Corsario Negro y acompañé a hombres que luchaban en las gélidas tierras
del Yukón, donde aprendí que la carne de oso era más delicada y
sabrosa que la del puerco. Más tarde viajé a lomos de ganso por Suecia,
acompañando a Nils Holgersson en su viaje de penitencia.
Pero nada como viajar a la misma Ciudad
de uno a través de la mirada y los ojos de otro. Aquellos ojos de
extranjero que describieron la Ciudad del México de la primera mitad del
siglo XX. Esa ciudad que era moderna para mis padres y abuelos, que
describían como la tierra prometida a su peregrinar que los trajo hasta
acá en busca de nuevas oportunidades y futuro mejor. Confrontada por la
óptica y perspectiva de aquellos que se toparon con un país ajeno, a
veces parecido y en otras totalmente diferente al suyo.
Algunos como Graham Greene,
corresponsales con una asignatura específica, descubrieron el infierno,
otros como José Morena Villa, que no vino aquí, como el mismo lo
escribió, sino que lo trajeron las olas, y aquí siendo,
sintiéndose extranjero, con la mirada del extraño que a diario lo
descubre todo de nuevo, habría de morir. Atrapado y tratando de
reconocer el país propio en éste que le dio asilo.
A muchos nos duele y molesta
reconocernos, reconocer ese México que sabemos existe, descrito por una
voz extranjera. Una voz que no es empática con nosotros y por lo tanto
nos describe sin tapujos y sin sentimentalismo. Ese México que en vano
tratamos de ocultar y negar, de ahí que los libros de Graham Greene “Caminos sin ley” y de Evelyn Waugh “Robo bajo la Ley”, estuvieran prohibidos en nuestro país por décadas. Hablar de lo granuja que somos está bien si Lizardi nos satiriza en “El Periquillo Sarmiento”,
pero es impensable cuando un escritor de otras latitudes lo hace con
una pluma que no se burla, si no que anota, describe. La descripción de
los tipos que fintan pelearse afuera del hotel de Graham Greene en la
calle de 5 de Mayo, en los años 30, es tan cierta hoy como entonces y
por eso nos enfurece. “Nos calienta” ser descritos como adolescentes sin
acceso al Cielo. Y qué esperábamos, cuando lo que vino a investigar el
inglés fue la persecución religiosa de la época. La intransigencia que
tanto nos caracteriza. Nuestro racismo. Nos duele que hable como lo hace
de Tabasco y las “innecesarias” comparaciones con África. Que nos
cuente esa parte de nuestra historia que nosotros mismos tratamos de
olvidar como un mal sueño: La de la persecución contra los católicos.
Graham Greene, no habla nada más de
México, habla de los seres humanos, de la barbarie que es parte de
nuestra naturaleza. Greene es ofendido no sólo en virtud de su religión,
lo ofende el clima que lo mata, los insectos que le transmiten el
paludismo. El niño que le dice que a los santos en tabasco se les
degüella, y a los niños les gustan las historias de pastorcitos. Greene
se ofende porque tras los aires de modernidad de la Ciudad de México,
se esconde la violencia y el fanatismo disfrazados de revolución social.
Sin embargo Greene sabe que la penitencia tiene fin y siempre está
consciente de su regreso a Londres. A casa.
Hay otras descripciones que no tienen
ese juicio categórico del hombre que juzga al bárbaro o en el mejor de
los casos al noble salvaje, es la del hombre que llegó por azares del
destino a nuestra tierra, huyendo de la guerra en la propia, que
deslumbrado y hasta de forma inocente, nos parecería, se encuentra un
país hermano en la lengua, pero de familia diferente en muchas otras
cosas incluido el mismo idioma. Su visión fresca acerca de nuestras
costumbres y nuestros lugares, nos obliga a ver dos veces aquello que
siempre ha estado ahí y nos es tan común que hemos dejado de verlo. El
color y sabor de un mamey o de un chicozapote, las tlapalerías y lo que
en ellas acontece. A este hombre lo sorprende la toponimia de nuestro
país, que usa nombres de la geografía española, pero los lugares son
totalmente diferentes en un país y en otro. Ese hombre se llama José
Moreno Villa, a pesar de sentirse un extranjero; un exiliado, podría
decirse que reconoció la mexicanidad más que muchos de nuestros
escritores de la época, porque supo ver la cotidianidad, el diario pasar
de las cosas y de las nimiedades para tras el asombro y el
conocimiento, describirlas y dejarnos textos importantes sobre el México
de las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Con los
ojos de Moreno Villa descubro y me asombro con aquello que no me
sorprendería de otra manera. Sus dibujos de las manos de nuestros
intelectuales y artistas de la época dejan en claro las obsesiones del
español. Sus textos sobre el barroco atacan esa etapa de la vida de la
nación que nadie se atrevía entonces a plasmar: La Colonia.
Las crónicas del escritor, filósofo y
pintor español fueron publicadas en diferentes diarios de la capital y
recopiladas por el Fondo de Cultura Económica bajo el título “Cornucopia de México y Nueva Cornucopia de México”, así como su autobiografía “La Vida en claro”.
Dicen que Kant podía describir Londres
de manera perfecta, la sorpresa era que nunca había estado en la ciudad
inglesa. ¿Cuántos de nosotros podemos describir nuestra Ciudad con los
ojos del viajero extranjero que, para bien o para mal, se asombra ante
ella?
Publicado en palabras malditas en Julio de 2012
Imagen: loc.gov
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