Armando Enríquez Vázquez
Había una vez en un lóbrego y tenebroso país, un enorme y viejo castillo abandonado. En el castillo habitaban dos familias: los Manchego y los Montes de la Sierra Madre. Las dos familias eran de abolengo y se podría decir que las dos habitaban en el castillo desde siempre.
Los Montes de la Sierra Madre habían mandado construir el castillo trescientos años atrás. Por su parte, los Manchego habían sido los primeros en mudarse al castillo.
Los Montes de la Sierra Madre, vivieron en el castillo durante casi los trescientos años que tenía éste de existir, hacia sólo unos quince años que el último de los Montes de la Sierra Madre había muerto. Desde ese día los únicos habitantes del castillo eran los Manchego. Al menos eso era lo que ellos creían.
Al ver el castillo para ellos solos, los Manchego se dedicaron a recorrer los salones, corredores y habitaciones que en antaño les estaban vedadas. Durante casi tres siglos la familia Manchego se había visto confinada a la cocina, el sótano, los establos y algunos cuartuchos asignados a la servidumbre. Poco a poco, no sin miedo, los miembros más jóvenes de la familia Manchego se fueron aventurando en el interior del castillo, que hasta entonces había estado reservado a los Montes de la Sierra Madre, y no porque en otros tiempos ninguno de los Manchego se hubiera atrevido a cruzar los límites que los Montes de la Sierra Madre les tenían impuestos, pero aquellos que lo habían intentado habían desaparecido sin dejar el menor rastro.
Los descubrimientos que hicieron el Manchego en los inmensos salones del castillo, fueron contados a los mayores que habían permanecido en la cocina: Mullidos sillones en los cuales saltar y deslizarse, sillas y mesas de exóticas maderas que tenían un gusto indescriptible al paladar, libreros repletos de miles de excelsos bocadillos. Los hasta entonces temerosos, que apenas se aventuraban al abandonado comedor del castillo, animados por el regreso de los primeros aventureros, osaron salir de los límites que ellos mismos se marcaron. Cada día un mayor número de los Manchego abandonaba el sótano y la cocina. Los Manchego pensaban que eran los dueños del castillo y por lo tanto debían tomar completa posesión de sus dominios. Fue entonces cuando el miedo se apoderó de ellos y los hizo retroceder a sus antiguos límites.
Una noche tres de los más osados miembros de la familia Manchego, pusieron en práctica un plan que habían ideado para subir las escaleras principales del castillo y conocer las partes altas de sus dominios. Todo estaba resultando de acuerdo a lo planeado, de hecho faltaban un par de escalones para lograr su meta, cuando algo llamó la atención de los tres intrépidos Manchego. Una gigantesca figura los observaba con curiosidad desde el final de la escalera. El descubrimiento de esta extraña presencia hizo que los Manchego casi volaran a la planta baja.
La noticia no tardó en esparcirse por toda la familia Manchego. La sorprendente nueva se tornó en indignación entre todos los Manchego, cómo se atrevían los Montes de la Sierra Madre a poner un pie en el castillo, si estaban muertos. Conforme los pequeños roedores analizaban la afrenta, se dieron cuenta del tipo de seres con los que estaban tratando. Los Montes de la Sierra Madre estaban muertos. ¡Estaban Muertos! Un súbito terror se apoderó de todos los ratones y sin pensarlo regresaron al sótano, a la cocina, incluso algunos, llenos de miedo decidieron abandonar la propiedad.
En la parte superior del castillo la noticia, también corrió con rapidez por todas las alas. Los Montes de la Sierra Madre, incorpóreos, tal era su estado después de muertos, empezaron a tomar medidas para ahuyentar a los Manchego. Habiendo sido señores y damas siempre rodeados de sirvientes que les solucionaban cualquier necesidad por tonta que fuera, como abrocharles la camisa o destaparles los refrescos, los Montes de la Sierra Madre sentían pánico de enfrentarse por su cuenta a los Manchego. Los Montes de la Sierra Madre no podían compartir su hogar con tal cantidad de ratones. Era algo antihigiénico a todas vistas.
Los Manchego por su parte, necesitaban acabar con la plaga que representaban los Montes de la Sierra Madre y para ello era necesario que alguien subiera por la escalera y averiguara más sobre sus eternos, al parecer, enemigos. Pero, el miedo era tal que nadie se atrevió.
Entre los habitantes de los pisos superiores del castillo la preocupación no era menor. Todos, todos estaban de acuerdo, en que una cosa era estar muerto y otra muy distinta rebajarse a cazar a los Manchego.
Entre el miedo y la indecisión transcurrían los días para ambas familias. Ni los Manchego, ni los Montes de la Sierra Madre, se atrevían a tomar una decisión efectiva y perdían las noches discutiendo.
Una noche en que los Manchego se encontraban enfrascados en su habitual discusión, uno de los tres jóvenes que había subido por la escalera dijo:
- Ellos saben que nosotros estamos acá, ¿por qué, entonces no bajan a buscarnos? Saben que les tenemos miedo. ¿No será acaso que ellos también nos tienen miedo?
Los Manchego se vieron entre ellos, murmuraron y voltearon a ver al joven es espera de una respuesta.
- Hay que asustarlos para lograr que se vayan.
La pregunta más importante no se hizo esperar. ¿Cómo asustar a los Montes de la Sierra Madre? Nadie quería arriesgar la vida. Fue entonces que otro de los Manchego que se había aventurado por la escalera habló.
- ¡Hagamos ruido! Que piensen que somos cientos, miles, que tarde o temprano subiremos por esa escalera.
Los Manchego se pusieron de acuerdo para juntar objetos y crear los ruidos necesarios.
Esa misma noche los Montes de la Sierra Madre se reunieron para hablar del problema de los habitantes de los niveles inferiores del castillo. Las mujeres Montes de la Sierra Madre estaban al borde de un ataque de histeria sólo de saber que uno de los Manchego podía en cualquier momento subir por la escalera. La verdad era que los hombres mismos estaban intranquilos, por no decir atemorizados, porque esto último jamás lo admitirían.
Curiosamente, las decisiones tomadas esa noche por los Montes de la Sierra Madre fueron idénticas a las que se tomaron escaleras abajo.
Al otro día, los Montes de la Sierra Madre, también se dieron a la tarea de buscar objetos para hacer el ruido necesario para ahuyentar a sus vecinos.
Abajo y arriba se almacenaban los objetos destinados a expulsar a las familias del castillo. Unos sacaban de un oscuro agujero una vieja sonaja encontrada veinte años atrás, otros rescataban del closet unas viejas y nunca usadas cadenas.
Aquella noche tanto los Montes de la Sierra Madre, como los Manchego repartieron entre los suyos, matracas, saxofones oxidados, latas llenas de piedras y pedazos de platos que aún se podían romper.
Las dos familias, por ciertas ironías con las que se divierte el destino, decidieron hacer ruido a la misma hora, no muy noche para no asustar a los niños, ni muy tarde para evitar desvelarse y arriesgarse a que su plan fracasara debido al sueño pesado de sus víctimas.
El escándalo fue tal que lo único que sorprendió a ambas familias fue su capacidad de hacer ruido y la falta de respuesta por parte de la otra familia. La siguiente noche los Montes de la Sierra Madre planearon hacer ruido cada determinado tiempo, así los Manchego no creerían que un trueno o un derrumbe habían producido aquel ruidazo de la noche anterior. Los Manchego decidieron exactamente lo mismo.
Durante toda la noche el castillo se lleno de ruidos. Las lechuzas, los murciélagos, las ranas y los sapos, se la pasaron sobresaltados ante tan extraños sonidos precedentes del castillo. Los Montes de la Sierra Madre y los Manchego por su parte pensaban que el abandono en que se encontraba el castillo era la causa de que sus ruidos fueran repetidos por un eco tan extraño, que no sólo tardaba más de tres o cuatro minutos en contestar el ruido original, sino que también el tono y la forma del sonido eran diferentes, así cuando un Montes de la Sierra Madre azotaba su metálica cadena contra los muros de piedra, el eco regresaba el sonido en algo parecido a un espanta suegras.
Eso era lo malo de los viejos castillos, cualquier cosa fuera de las leyes de la física o química podía suceder, y eso cualquier fantasma o ratón que se precien de serlo lo saben.
Por lo que ninguna de las familias sospechaba que los esfuerzos para expulsar del castillo a la otra eran reproducidos por sus adversarios. Pasaron los meses y las rutinas continuaron, sin causar el efecto deseado. Los Manchego continuaban viviendo en el castillo al igual que los Montes de la Sierra Madre, sin sospechar que eran blanco de la campaña de ruidos de la otra familia.
Un día los Manchego decidieron acabar con los ruidos. Los nervios de todos ellos estaban hechos pedazos. La falta de sueño había hecho que durmieran durante el día y olvidaran recolectar alimentos, limpiar su casa y llevar a los pequeños ratoncitos al colegio. Sin embargo los ruidos continuaron aquella noche. Los Montes de la Sierra Madre por ser fantasmas no tenían los mismos problemas que los Manchego. Además se divertían mucho haciendo ruido, en lugar de estarse viendo las pálidas caras como lo venían haciendo hasta ahora. Habían descubierto que eran unos fantasmas chocarreros, mucho más divertidos de lo que habían sido en sus monótonas vidas. Por ello, algunos decidieron irse a vivir a la ciudad donde hay más diversiones, otros, más conservadores y serios, decidieron permanecer en el castillo.
Los Manchego, se miraban entre ellos. Fingían no escuchar nada, aunque por el rabillo del ojo intentaban atisbar a las reacciones de los otros ante el ruido. Algunos pensaron que el cansancio y la tensión de las noches anteriores les estaban produciendo alucinaciones auditivas.
Ninguno habló de los ruidos y los Manchego trataron de comportarse de manera más normal posible. Al llegar la noche los ruidos comenzaron una vez más. Y los Manchego fingieron nuevamente no escuchar nada, aunque más tarde, en sus camas, mirando, de vez en cuando y de reojo al techo, todos y cada uno de los Manchego pensaba que habían despertado a cientos de miles de fantasmas que molestos no tardarían en bajar las escaleras para devorarlos. La tercera noche de ruidos fue la peor. Todos los Manchego aterrados cerraban compulsivamente los ojos con fuerza cada vez que escuchaban un ruido, a pesar de ello y de las ojeras que demacraban a todos los miembros de la familia ninguno fue capaz al día siguiente de reconocer lo que pasaba y mucho menos de hablar acerca de los ruidos.
Ese mismo día, algunos de los Manchego decidieron abandonar para siempre el castillo. Sin despedirse de nadie salieron en busca de algo mejor para sus familias. Pues con los planes para deshacerse de los Montes de la Sierra Madre, la recolección de alimentos y la siembra habían caído en el olvido.
Al caer la cuarta noche los Manchego se desearon buenas noches entre los que quedaban muy temprano y se fueron a la cama. Sin embargo, todos estaban alerta a los ruidos y ninguno podía conciliar el sueño en espera del inicio de los ruidos.
Bueno, no todos los Manchego se fueron a la cama esa noche. Tres valientes miembros de la familia Manchego decidieron repetir su hazaña y volver a subir las escaleras.
El castillo, para sorpresa de todos los que aguardaban en sus camas el primer ruido de la noche, así, como para los tres aventureros, permanecía en el más aterrador de los silencios.
Armándose del mayor valor posible, los tres Manchego llegaron al pie de la escalera. Se detuvieron un momento y entre los charlaron por un instante.
- ¿Qué haremos una vez que estemos arriba?
- Tal vez se hayan ido, hoy no hemos escuchado ningún ruido.
El tercero de ellos tampoco contestó la pregunta del primero, se limitó a observar la escalera muy pensativo.
Los otros dos Manchego seguían hablando para ocultar el miedo que el silencio absoluto les provocaba.
- Tal vez se están preparando para bajar y cazarnos a todos...
- Creo que no deberíamos subir, es muy posible que se hayan ido ya. Todos esos ruidos que hemos oído las noches anteriores, no eran más que ellos haciendo sus maletas...
- Y si nuestros ruidos los hubieran asustado y ahora otros seres más monstruosos y sanguinarios habitaran arriba.
El tercer Manchego iba ya subiendo la escalera. Con dificultad y lentamente. Pero la curiosidad lo alimentaba a hacer el esfuerzo. Tenía que saber quiénes vivían arriba y por qué de pronto habían cesado los ruidos. Cuando los otros se dieron cuenta y le gritaron que los esperara era demasiado tarde, el ratón llevaba más de media escalera trepada.
Sin embargo su concentración fue interrumpida por una sensación gélida que le recorrió la espalda. El ratón quedó paralizado. Ningún músculo le respondía. Tan sólo sus ojos se movieron hacía arriba. Lo que vio, lejos de acrecentar su terror, lo tranquilizó. Un pequeño fantasma sentado en el escalón lo había acariciado. Su rostro reflejaba una sonrisa triste y melancólica. El ratón se acercó a él y la helada mano volvió a pasar sobre su pequeño lomo.
- ¿Sabes? - Dijo el pequeño fantasma con una voz, que aunque de ultratumba, no tenía un tono para espantar a nadie. - Mis mayores están cansados de hacer ruido por las noches para asustarlos. Ellos han decidido permanecer aquí arriba, mientras ustedes no invadan nuestra parte del castillo.
El fantasma volvió a acariciar al ratón, quién intentó restregarse en su inexistente cuerpo. En ese momento los otros dos ratones llegaron a la mitad de la escalera y llenos de terror vieron al joven fantasma junto a su amigo el ratón. A una velocidad que los sorprendió a ellos mismos regresaron a la planta baja y despertando al resto de los Manchego les contaron la historia de cómo un fantasma estaba a punto de devorar a su amigo.
El pánico se adueño de los Manchego. Media hora después cuando el pequeño ratón apareció por el umbral de la puerta de la cocina encontró a la gran mayoría de sus parientes empacando. Los tranquilizó contándoles lo que en realidad había sucedido.
Por su parte el fantasma, también, regresó con sus familiares. Los Montes de la Sierra Madre dormían en su mayoría como benditos. Sólo algunos desvelados jugaban dominó, aliviados por no tener que hacer ruidos aquella noche. La novedad de ser espíritus chocarreros había pasado ya, y la mayoría de aquellos que habían abandonado el castillo en busca de aventuras estaban de regreso, contando sus fantasmales aventuras a los demás. El joven fantasma les contó lo que le había sucedido en su camino hacia el piso inferior. Los Montes de la Sierra Madre lo miraron con sorpresa y rieron de alivio.
Desde aquella noche no se volvieron a escuchar ruidos nocturnos en el castillo, los Montes de la Sierra Madre deambulaban felices por el nivel superior del castillo, celebraban fiestas y banquetes. Jugaban dominó, barajas, educaban a sus hijos y les contaban cuentos a la hora de dormir. Lo mismo pasaba en la planta baja donde los Manchego leían y cultivaban el jardín.
Con el tiempo hasta las lechuzas y los murciélagos regresaron a las torres del castillo. Las ranas y los sapos a los sótanos.
Alguna noche cuando un Manchego se sentía sólo y abrumado subía la mitad de la escalera y sí era lo suficientemente afortunado encontraba a un Montes de la Sierra Madre que pasara su gélida mano sobre su pequeño lomo.
publicado en thepont.com.mx el 12 de Diciembre de 2012
Foto: thisbluemarble.com