¿Caminar porque es sano? ¿Caminar es ecologista? ¿Caminar por necesidad? No, la verdad, caminar por el puro placer de hacerlo, por tomar el tiempo de ver, disfrutar, de sorprenderse y recordar. De reconocer que nuestra ciudad es digna de orgullo.
Armando Enríquez Vázquez
Hace unas semanas me di la oportunidad y el placer de caminar a lo largo de Paseo de la Reforma desde Avenida Juárez hasta Mariano Escobedo. Lo primero fue admirar la grandeza de nuestra ciudad, esa, que todos sabemos está ahí, a pesar de los vituperios y de la mala leche de los provincianos. Esa de la que todos debemos sentirnos orgullosos. La que va más allá de políticos y problemas de tránsito, la seguridad o las trivialidades del día a día. Nuestra Ciudad de los Palacios. Darnos la oportunidad de caminar el Paseo que Maximiliano hace más de un siglo mando construir, un día cualquiera de la semana.
A la vista y la mía en particular, quedan los grandes cambios que el paisaje urbano ha sufrido desde los años setenta cuando por primera vez recuerdo haber caminado por la gran avenida. Cambios que intentan desaparecer pedazos de mi vida y de la de otros y obligan a ahondar en la nostalgia. Muchos son parte de la historia, no sólo de la personal, sino de nuestra ciudad, de México.
Sin haber vivido por mucho tiempo en el Centro, la Juárez, Cuauhtémoc, o en cualquiera de las colonias aledañas, menos de un año fue el tiempo que viví en la calle de Tiber, a principios de los ochenta, puedo mencionar momentos y recuerdos precisos en Paseo de la Reforma a lo largo de mi vida.
A mediados de los años setenta cerca del cruce de Insurgentes y Reforma estaba el Cine Roble. El Roble era uno de esos cines que parecían estadios; varios pisos, cientos de butacas, balcones. Una de las viejas glorias de los tiempos cuando los cines tenían el poder de aglomerar a las masas de una manera religiosa. Para mediados de los setenta El Roble estaba herido de muerte, y sólo el glamur de la Muestra Internacional de Cine lograba el regreso de las multitudes a sus asientos. Así lo conocí. Siendo un estudiante de secundaria, que con sus ahorros había comprado un abono para la Muestra de Internacional de Cine y todos los días al salir de la escuela me iba de Mixcoac a Paseo de la Reforma para comulgar en el cine. El terremoto del 85 le dio la estocada final, como a tantos otros edificios. Hoy en el lugar donde estaba el cine se encuentra otro centro de espectáculos, eso sí de peor calidad tanto en el entretenimiento como, en la arquitectura: la Cámara de Senadores.
Recuerdo que un día, al salir de El Roble, tenía que ir a la oficina de mi padre, que se encontraba frente a la Columna de la Independencia, pues tenía cita con el dentista que estaba en Satélite, lo cual era una excursión porque nosotros vivíamos en el sur de la Ciudad, pero el dentista era muy amigo de mi padre por lo tanto él era siempre el encargado de llevarnos. Al llegar a la oficina y mientras esperaba a mi padre, comencé a hojear mi programa de la Muestra, entonces, con horror, me di cuenta de que había perdido el abono. Lo busqué por todos lados. Revolví la oficina de mi padre sin encontrarlo, finalmente, decidí regresar sobre mis pasos en Reforma hasta el Cine esperando un milagro. Y bajo la mirada de esa Victoria Alada, a la que siempre hemos llamado Ángel, el milagro se concretó; a la mitad del trayecto sobre el ancho camellón descubrí mi abono bocabajo, pisoteado.
En aquellos días, Paseo de la Reforma estaba lleno de cines majestuosos y legendarios; el cine Chapultepec, donde está hoy la Torre Mayor y en donde una ocasión escuché a un burócrata decirle a otro que lo increpaba a ver alguna de las películas de Rocky.
-No, porque no me gusta que le peguen a Rocky.
Para entrar a la sala había que subir una escalinata semicircular, que asemejaba la de un palacio, o casa de las Lomas, esas que el cine mexicano reconstruía en sus sets. Aquellos cines de principios y mediados del siglo XX tenían siempre una escalinata, ya fuera para entrar al cine, como El Roble, o como en el caso del Cine Chapultepec antes de entrar a la sala que le daban esa idea del templo al cual se entra para la comunión. Al menos siempre me pareció así.
El Cine Diana, frente a la fuente de la diosa romana, hoy convertido en un complejo de muchas salas pequeñas. Alguna vez me tocó ir a una entrega de Arieles, esos con los que los cineastas nacionales se hacen el chaca- chaca mental de estar recibiendo el Oscar. El Cine Diana ya estaba entonces muy maltrecho y las incómodas butacas pintadas de verde pistache, descarapeladas y con asientos y respaldos de vinipiel rojo, en algunos casos rotos, daban el marco perfecto para lo que se celebraba; la patética industria cinematográfica de México.
El Cine Latino, uno de los más modernos en los setentas, era el lugar donde se exhibía la última de las películas de la Muestra, por lo general lo que hoy conocemos como un blockbuster, y entonces se llamaba una superproducción norteamericana. En su enorme pantalla vi por primera vez, Alien y Apocalispsis Now. Mi abuelo materno murió en las butacas de este cine. Hoy sólo ruinas permanecen con la cortina metálica abajo. Los cines Paris y Paseo antes de llegar a Avenida Juárez, uno de cada lado de la avenida. Más modestos pero completaban el circuito cinematográfico de Paseo de la Reforma.
Alguna vez crucé Reforma inundada a la altura del Cine Latino con el agua arriba de los tobillos cargando a mi ex esposa para evitar que se mojara, entre los aplausos de algunos automovilistas y lo claxonazos de otros. El hecho se volvió parte de la leyenda familiar y muchos años después caminé por un Paseo de la Reforma con tanto granizo que simulaba haber nevado. Después de haber visto cientos de aves de origami afuera de la embajada japonesa en honor de las víctimas del tsunami que arrasó Fukushima.
Pasando Lafragua, caminando hacia el norte y antes de llegar a Juárez había un enorme edificio habitacional, hoy lujosos hoteles ocupan su lugar, con una entrada formidable, obra de la arquitectura de principios del siglo pasado, tenía como en el caso de los cines una escalinata maravillosa para dar paso al futuro prometedor del siglo XX. Cuando lo conocí la fachada estaba pintada de un tono ladrillo, ese edificio que me enamoró, como tantos otros de la zona que ya no existen, me sirvió como locación en una de las escenas de uno de mis ejercicios cinematográficos de la escuela de cine.
Años más tarde sobre esa misma cuadra un conocido abrió una librería que visitaba de vez en cuando. También sobre esa cuadra en uno de los hoteles, no recuerdo en cual, llevé a cabo mi primera transmisión en vivo. Unos premios de una revista de publicidad.
La esquina de Juárez y Paseo de la Reforma fue durante meses punto de encuentro matinal, para desayunos memorables. Así como punto de partida, una funesta noche de abril, en que la cena terminó como no debía; en dos taxis yendo en sentido opuesto. Por un lado veo “El Caballito” de Sebastián, al que Valentina, mi hija, describió como “El Rey León”, cuando tenía cuatro años. En contra esquina, Excélsior, el periódico de la vida nacional, de la ignominia, de la corrupción y la mediocridad. La primera vez que entré en sus instalaciones fue a mediados de los setenta. La ruin traición de Regino Díaz y sus secuaces no se había perpetrado, y recuerdo la sorpresa y maravilla que me produjo asomarme en las entrañas del periódico que se leía en casa. Unos cuantos años más tarde, Ernesto Priani, amigo de la secundaria me acercaría al libro de Leñero y su madre contaría la historia de cómo Regino Díaz sacrificó a la cooperativa por ser director del Periódico. También conocí a los hijos de Regino y de la prepotencia que su padre les inculcó. Ésta esquina de Reforma se vincula con mi vida de más formas de las que quiero creer. Años después conocí a los autores del tiro de gracia que acabaría definitivamente con la cooperativa, auspiciados por el gobierno de Fox, desmantelaron la cooperativa para levantar un periódico de pésimos contenidos, pero lleno de premios por su diseño. Así de absurdo como se lee.
Desde mi primera infancia, recuerdo Paseo de la Reforma, mi padre nos llevaba a su oficina que estaba frente a la columna de la independencia los 16 de Septiembre y desde las ventanas de un tercer piso que en realidad era como un sexto o séptimo, veíamos el desfile militar. Después, en ese mismo edificio inicié mi vida laboral durante unas vacaciones de verano, aun siendo un estudiante de secundaria.
A mediados de los años noventa tenía que visitar frecuentemente dos edificios en los que se encontraban las oficinas de algunos clientes. El primero ya no existe, estaba en contra esquina de la Bolsa de Valores en la glorieta de la Palmera, el edificio, un corporativo de varios pisos ha desaparecido para dar paso a un enorme agujero que anuncia la construcción de un nuevo rascacielos en la zona. El otro en el cruce de Insurgentes y Reforma, a un lado de donde estuvo el Hotel Continental, una de las víctimas del terremoto de 1985. Reforma 156, alguna vez oficinas del Banco Internacional y más tarde de BITAL lucen vacías y cerradas, en las pequeñas escaleras eléctricas que llevan al lobby del edificio vi a “Resortes”, en sus años finales pero todavía luciendo el cabello negro azabache y un saco morado. En el fondo de ese Lobby había un gran mural de O’Gorman; hoy se encuentra en otro gran corporativo sobre el mismo Paseo de la Reforma. Todavía en la azotea del alto edificio se ve una enorme antena cónica y dorada, donde el jefe de mantenimiento del banco se balanceó de un lado a otro durante el segundo temblor de 1985. Lo contaba con orgullo y cierto sentimiento de terror, doce años después. En la esquina, enfrente de la sucursal del banco, en la pequeña calle que desemboca a la semi glorieta que lleva a Reforma vendían en ese entonces los tamales callejeros más espectaculares que haya comido jamás.
Una mañana de 1998, mientras el país se preparaba a ver a la selección nacional en uno de sus encuentros del mundial de Francia, caminaba por el camellón esperando la hora de una junta de trabajo; Reforma estaba inusualmente vacía y comenzaban a llegar los policías encargados de cuidar el orden en caso de que la selección ganara. Caminaba cuando un camión lleno de escolares pasó por la avenida.
- ¡Adiós Lapuente!
Gritaron los estudiantes en referencia a mi gordura y la boina que llevaba calada.
Tiempo después, tuve otro cliente en Reforma, el edificio sigue ahí y se ve más prospero que hace algunos años. Recuerdo que a principios de los años setenta existían aún viejas casonas porfirianas sobre Paseo de la Reforma, hoy casi todas ellas han desaparecido, las que han corrido con mejor suerte han sido incorporadas a las fachadas de los edificios que las rodean hoy en día. Algunas se han vuelto carátula de enormes complejos de oficinas o centros comerciales y cines, otras sólo una curiosidad arquitectónica dentro del diseño contemporáneo de enormes edificios. Las que con peor suerte corrieron fueron convertidas en estacionamientos.
El edificio de la Cámara de Comercio del DF y algunos de los hoteles que se encuentran entre Juárez y la Glorieta de Colón son glorias del porfiriato, que pasan inadvertidas por los presurosos peatones.
Justo en la Glorieta de Colón existió durante mucho tiempo frente al hotel, un enorme edificio que albergaba las oficinas de la Secretaria de Agricultura y Recursos Hidráulicos. Ahí trabajó durante toda su vida mi abuelo paterno. Hoy otro gran conjunto habitacional está siendo edificado en su lugar.
El camellón central ha sido modificado, alguna vez fue plano con los mismos mosaicos rojos de barro, que los camellones. Tenía jardineras rodeadas por una cerca de semicírculos de varilla metálica, hoy parece el lomo de un cocodrilo durmiente. Lo imagino homenaje involuntario a Efraín Huerta y a la “del piernón bruto” que lo rebasó por la derecha. Pararnos en él, nos muestra si miramos al poniente, el Castillo de Chapultepec -cómo desde siempre-, desde que Maximiliano diseñó el Paseo en honor a Carlota, creyendo haber trazado la mejor ruta entre Palacio Nacional y el Castillo de Chapultepec. El camino ha cambiado muchas veces, desde que tengo memoria las aceras han sido modificadas, las bancas de cantera se hacen acompañar ahora de bancas “artísticas” algunas hermosas, otras, curiosas y las más para rellenar el camellón y estorbar al peatón. Algunas estatuas de próceres de la Guerra de Reforma han desaparecido, otras continúan ahí, invisibles al transeúnte. La Diana ha ido y venido paseando por Reforma y sus alrededores, como El Caballito, que hoy se encuentra lejos de su lugar. Alguna vez en la glorieta de la Diana, hubo una extraña fuente, eran como hongos geométricos de diferentes tamaños que celebraban cualquier tontería que al entonces regente se le hubiera ocurrido, cuando la Diana regresó a su glorieta, en más de una ocasión me tocó ver las aguas de la fuente espumeantes de detergente que algún bromista había dejado caer en la fuente causando un caos en Reforma y una maravillosa imagen en la mente de los que por ahí pasábamos; de espumas de colores rodeando la majestuosa desnudez de la Cazadora. Emulando a las strippers de los setenta, bañándose en sus copas de Champagne.
El trayecto terminó frente a la Puerta de los Leones, magnifica entrada a Chapultepec, hoy obstruida y minimizada por la construcción de la columna nueva del emperador, a la que la ya muchos llaman monumento a la Suavicrema, y que sólo los tontos no pueden ver su relación con los doscientos años de nuestra independencia, el cuarzo con el que se construyó es finlandés.
Reforma es más…, por un lado hasta la salida a Toluca, por el otro se funde con el camino a La Villa, pero esos son senderos que no caminé.
Caminar, y como diría Machado, “Al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”. Podrá ser así, por la misma Reforma, no caminarás dos veces.
Publicado en palabrasmalditas. Octubre 2012
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