Esa extraña manía de llamar a cualquier hijo de vecina amigo.
Armando Enríquez Vázquez
Hace muchos años, cuando era estudiante de secundaria, un día mientras algunos compañeros exponían un tema en la clase de historia, un grupo de alumnos de la preparatoria entraron al salón y sin percatarse que en uno de los rincones estaba la maestra, una española de pocas pulgas y mucha edad, preguntaron:
-¿Disculpa podemos dar un anuncio?
Entonces, con la autoridad que daba la edad y la titularidad de la asignatura, la maestra se levantó con lentitud.
-¿Disculpa? Desde cuando comemos en el mismo pinche mesón para que me hables de tú.
Al reconocer a la temida maestra. La joven que encabezaba al grupo se puso pálida, ofreció mil disculpas y como si hubiera visto la encarnación de uno de los dioses innombrables de H.P. Lovecraft, salió del salón seguida por sus compañeros.
En la década de los setenta y ochenta, al conocer a los papás de mis amigos y compañeros de la escuela siempre me dirigí a ellos de usted, y lo mismo hacían mis compañeros al conocer a mis padres. Incluso, conocí personas que hablaban de usted a sus propios padres. La educación y el respeto se medían de esa forma, a los maestros mayores se les hablaba de usted, pero el cambio ya estaba en camino. A los maestros más jóvenes los tuteábamos, incluso un par de padres de amigos y compañeros se negaban al rígido usted y te pedían, casi suplicaban que los tutearas, tal vez tratando de recuperar el tiempo pasado o tal vez perdido.
La primera vez que alguien me dijo Señor, estudiaba todavía la preparatoria, pero sorprendido vi pasar 19 años como un tren y sentí el viento cruel del invierno de la vida. Sorprendido, y hasta tal vez aterrado, vi al pequeño de kínder que preguntaba algo.
Con el pasar de los años he visto esa falsa barrera de la educación construida a partir del usted derrumbarse, en una de las aventuras del chilango detective Héctor Belascoarán Shayne, escrita por Paco Ignacio Taibo II, uno de los personajes le pregunta a otro: “¿Le puedo hablar de usted?” “Si” responde el otro. “Pues entonces chingue usted a su madre”.
Hoy casi todo mundo se habla cotidianamente de tú, casi todos rompimos el turrón hace décadas y por lo general sólo le hablamos a alguien de usted o nos hablan de usted cuando no sabemos qué tan adusto es aquel que tenemos enfrente. O si las arrugas son ya demasiadas.
Pero de pronto desde hace algunos años tutuearnos resultó insuficiente para demostrar la igualdad entre los seres humanos. A alguien se le ocurrió que se podía referir a cualquier semejante como amigo, y eso sí que no.
Mis amigos, pocos o muchos, los defino por muchas cosas. Son parte de mi vida, gamberros o no, como la canción de Serrat. Me son entrañables aunque no los vea a diario. Y caminan conmigo en las diferentes horas del día. Mis amigos son gente cercana a mis amores y desamores. Dice el dicho dime con quién andas y te diré quién eres y eso, como escribe Bretón en Najda, hace que sea muy cuidadoso de mis relaciones y tremendamente consiente de ellas.
Por lo tanto, que cualquier mozalbete de esos que dan muestras gratuitas de pan en el súper, un mendigo, policía o jovenzuela en busca de una calle se dirija a mí como amigo, hace que el estomago se me haga nudo. Inmediatamente lo ignoró y volteo a otro lado, porque obviamente si no conozco a la persona, mucho menos puedo ser su amigo. Por lo tanto asumo que no se está dirigiendo a mí.
El colmo fue una vez que lleve a mis hijas al museo Papalote y uno de los muchachos que trabaja en el lugar se dirigió a mí como “cuate”. No sé como habré mirado al chamaco pero decidió darse la vuelta y dirigirse mejor al “cuate” cincuentón al otro lado del museo. Me acordé entonces de la maestra de historia y me di cuenta de que la brecha generacional es amplia y generosa, afortunadamente.
Entiendo perfectamente hoy a todos aquellos que en el facebook se jactan de tener 600 amigos de los que no saben nada, probablemente ni siquiera el nombre de la calle donde viven. Tratan de llenar con “amigos” su carencia de habilidades sociales.
En lugar de llenar las páginas virtuales de la vida de uno con personas triviales, ¿no es mejor aquello de escoger con bien a los amigos y mejor a los enemigos? Tal vez el Facebook debería tener una entrada así: enemigos. Podríamos valorar mejor a los seres humanos que son nuestros amigos, a los que nos consideran enemigos, y más aún cruzar los datos de todos aquellos que solicitan nuestra “amistad” y poder ignorarlos de cualquiera de las dos listas.
Tristemente cuando amigo parecía haber rebasado los límites de la cordialidad, se pone de moda hoy llamar a nuestros semejantes güey, sin el menor pudor. De la amistad pasamos al insulto. Y como muchos jóvenes adoptan sin decoro esta vituperiosa forma de dirigirse a sus semejantes, no quiero ni pensar cuál es el siguiente paso en nuestro desarrollo del español para dirigirnos a nuestro semejante.
publicado en palabrasmalditas.net en Agosto de 2012
Imagen: kosas-k-hay-k-saber-y-ver.blogspot.mx
No hay comentarios:
Publicar un comentario