No murió de la manera que a él le hubiera gustado, sin embargo, mi
padre murió, como el gran ingeniero que fue, conforme lo planeado y en
los tiempos que el estableció.
Armando Enríquez Vázquez
Tratando de dejarle claro al destino y al Señor Pendejo, como lo llamó Sabines, que sabía bien contar sus recursos y optimizar en sufrimiento.
Hace casi sesenta años, cuando conoció a mi madre planeó pasar la
vida con ella y tener siete hijos. Siete somos. Hace tan sólo cinco
años, planeó salir de la Ciudad que tanto le disgustaba para ir a morir a
provincia y así lo hizo.
“Genio y figura… se hizo todo como Armando Enríquez dijo”, Así se expresó uno de sus amigos durante el funeral.
Adusto, serio, cariñoso como pocos y generoso como nadie. A mi
padre le debo el amor por la familia, por la historia, por el trabajo.
Lo sibarita y lo tragón. Le debo el candado y lo franco, que a muchos
les molesta. El gusto por el futbol americano y palabras como Guandajón, Bútago, Antiparras, y esa especial manera de medir los alimentos al pedir que le sirvieran un veinte de frijoles.
Joven, a sus setenta y seis años de edad, recorrió mucho mundo y
vivió en Ciudad Juárez, Mexicali, Yuma, Monterrey, Detroit, Tokio,
Bilbao, Buenos Aires, la Ciudad de México, Chihuahua y finalmente en
Querétaro y sin embargo siempre consideró al Corrido de Chihuahua cómo
homónimo del Himno Nacional.
El último viaje del que platicamos en diciembre pasado Tenía como
meta el pequeño pueblo de Guerrero, Chihuahua. El objetivo era buscar
los orígenes de la familia que había encontrado en el Mitico libro para
la familia Los Patrircas del Papigochi. Ese viaje se quedó en el papel y en deseo.
Mi padre amó el cocido madrileño y las gorditas de chicharrón, la
merluza negra y la sopa de fideos. Sus carros Ford, sus electrónicos
Sony y sus cámaras Nikon. Mi padre que como gitano recorrió durante su
infancia, sólo con mis abuelos el norte del país, siguiendo la
construcción de las presas hidráulicas del país. Supo al casarse no sólo
construir y hacer una gran familia, sino abrazar e incluir a mucha
gente a los que convirtió en miembros de esa familia enorme que formó a
lo largo de tantos años.
Mi padre al llegar un nuevo comensal a la mesa decía: “¡No preguntes si quiere, sírvele!”
No hay mejor homenaje que el espontaneo, sin ponerse de acuerdo
todos sus nietos cambiaron sus fotos en el WhatsApp por fotos con su
abuelo. Así de grande es también para todos ellos.
La madrugada del doce de abril pasado mi padre ya no despertó.
Hoy diez días después todavía no asimiló bien su ausencia, aun no
puedo medir el alcance de la tragedia. Las desconsoladas palabras de mi
hija Paula me regresan a la realidad con la llana franqueza que la
caracteriza y que tanto admiro.
“Lo más triste es que ya no lo voy a ver nunca.”
Donde quiera que estés gracias.
Publicado en blureport.com.mx el 22 de Abril de 2013
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