Más allá de su funcionalidad, la posibilidad de unir al libro con su lector como diría Borges, las librerías pueden llegar a ser bellas. Algunos establecimientos que recuerdo.
Armando Enríquez Vázquez
Leo un artículo
acerca de las librerías más bellas del mundo, un artículo que se ha vuelto
lugar común en Internet. En diferentes portales es común encontrar este tipo de
texto. En este publicado por The Financial Times, como siempre cada
quien tiene sus favoritas y sus repetidas con otros recuentos similares, me
sorprende encontrar por primera vez una librería mexicana; El Péndulo
Cafebrería, y lo cierto es que la matriz en la calle de Nuevo León en La
Condesa y la sucursal de Polanco son librerías hermosas en verdad. Con los años
el Fondo de Cultura Económica ha construido al menos dos bellos espacios
para sus clientes y lectores, el primero aprovechando la estructura de lo que
fue alguna vez el Cine Lido, inaugurado en 1942 y diseñado por el
arquitecto estadounidense Charles Lee en el más puro estilo art deco. En 2006
se reinauguró como un centro cultural que incluye la librería Rosario
Castellanos del Fondo de Cultura Económica, el otro es el Centro Cultural
Elena Garro en el centro de Coyoacán.
A lo largo de
muchas décadas las librerías en México se transformaron de estanterías con
libros donde a veces ni siquiera se podía observar los libros con detenimiento
pues se estorbaba el paso de otros clientes en amplios espacios con sillones y
lugares recreativos para los lectores más jóvenes.
En la década de
los ochenta y noventa Gandhi era sin duda la mejor opción para buscar
libros y LPs, sin embargo, era un infierno para buscar libros de manera
azarosa. Los libreros a veces eran lo demasiado chaparros y obligaban al lector
a buscar en cuclillas entre la oferta de libros obstruyendo a otros que tenían
una idea más clara de los que buscaban o a los dependientes que siempre lo
supieron todo acerca de la oferta editorial de la librería y de los autores que
el lector buscaba. La mesa de ofertas era una enorme estructura al final del
pasillo de entrada al local de Miguel Ángel de Quevedo. Los libros en centro
eran inalcanzables para cualquier persona y la mesa limitaba el paso a quienes
intentaban ver los libros en las estanterías atrás de la mesa.
El Parnaso en el centro de Coyoacán era la segunda
librería en el sur de la ciudad. Mucho más espaciosa que Gandhi, y había
una más en Insurgentes Sur, frente al Teatro de los insurgentes con su
majestuoso mural de Diego Rivera que se llamaba El Ágora, en el centro
de la ciudad se encontraban El Sótano y Porrúa, ambas restringían
el paso al cliente y como en tlapalería una serie de dependientes atendían a
los lectores desde un mostrador, algo que siempre odié. Afortunadamente ambas han eliminado esa política
que alejaba al lector del libro.
La cadena
importante de librerías en la Ciudad de México era la Librería de Cristal que
había por diferentes zonas de la ciudad y que por lo general estaban mejor
planeadas para que el lector/cliente las caminara y revisara con calma los
títulos en las estanterías. Pero la oferta no era la mejor y cerca del final de
sus días eran visitadas únicamente en temporada de inicio de clases pues en
ellas se encontraban todos los libros de texto de secundarias, preparatorias y
universidades.
Había una
librería en Plaza Universidad llamada Bibliorama que para la inculta
clase media mexicana resultaba un extravagante local más, en una plaza del
futuro donde lo que importaban eran los cines y locales deportivos y de ropa,
que con los años desapareció para dar paso a una tienda de memorabilia de
películas y programas de televisión, que ya también desapareció.
Estas eran las librerías en las que me
movía durante mi adolescencia y temprana juventud. Alguna vez me contaron de
una librería en sobre avenida de los Insurgentes en la Zona Rosa, llamada Berlin
que alguna vez pude ver desde su aparador porque por alguna razón que no
recuerdo estaba cerrada.
También estaban
las que visitaba de manera constante porque amigos míos trabajaban en ellas o
en como en el caso de la Librería Bonilla, ubicada en esos años enfrente
a la entra de la UNAM sobre avenida Universidad, la familia de mi amigo Juan
Bonilla era la dueña. Actualmente es Juan quien dirige la librería que además
tiene su editorial y cuyo local comercial se ubica sobre Miguel Ángel de
Quevedo.
Otra librería que
visité durante una temporada de manera constante fue El Juglar en la
colonia Guadalupe Inn donde mi amigo José Manuel de Rivas trabajaba como
dependiente en los lejanos años ochenta. José habría de morir en los años
noventa de manera trágica.
Fue también a
mediados de la década de los años ochenta cuando descubrí las librerías de
viejo y maravilloso arte del trueque, había una de estas librerías sobre Ave.
Cuauhtémoc en las cercanías del Cine México, que además sobrevivió al terremoto
de 1985 y en la que realicé este tipo de transacciones más de una vez. Las librerías
de viejo que han proliferado son un gran lugar para perderse en ellas por horas
buscando un libro que no te imaginas que existe o que quieres leer hasta que
ves el título en el lomo entre otros miles de decenas de libros usados.
Con el tiempo he aprendido que las librerías de viejo son la
mejor opción para los bibliófilos no sólo en la Ciudad de México, sino en las pocas
ciudades del interior y del extranjero que conozco, porque no te apabullan con
mesas de novedades donde un desconocido de 26 años y con una primera novela es
comparado por el ambicioso y falaz editor con toda la obra de Chejov, Joyce y
Proust juntos, ni están llenos de libros
lejanos a la literatura y más cercanos a la más ramplona crónica periodista,
disfrazada y etiquetada como literatura por la editorial y los libreros.
En las librerías de viejo sin complejos de moda, ni trending
topics uno puede perderse en pasillos de sencillas maravillas con
encuadernaciones muchas veces dañadas.
imagen; fotografía de mi autoría.
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