Este año se cumplen
75 años de uno de los exilios más enriquecedores para nuestra cultura, nuestra
sociedad y mi visión de la vida.
Armando Enríquez Vázquez
Cuando mis padres decidieron el modelo educativo que
teníamos que seguir sus hijos, optaron por sistema laico, mixto y abierto a
diferentes corrientes de pensamiento. Sin duda el fantasma socialista de mi
abuelo materno recorría las habitaciones de la casa en esos momentos. Mi abuelo
fue gobernador de Veracruz donde estableció la escuela socialista y más tarde
se unió al gabinete de Lázaro Cárdenas para dirigir la SEP y fundar el IPN. Entonces
nos exiliaron en un colegio que nada tenía que ver con nuestro entorno y
nuestra historia familiar. Mis padres son mexicanos y lo mismo sucedía con mis
abuelos tanto paternos como maternos. Pero de pronto al entrar a primero de
Primaria y durante los siguientes cinco años de mi educación todos los lunes
saludaba dos banderas y cantaba dos himnos. El mexicano, que pertenecía a mi
patria y el de la República Española que era la patria añorada y etérea de
muchos de mis maestros, de los padres y abuelos de mis compañeros. El 14 de
abril se suspendían las clases porque era día de la República Española. Y mí
siempre me pareció una fecha que mezclaba la independencia y el día de muertos
en uno sólo. Celebración de un luto. Un país que sólo existía en el consciente
colectivo de algunos miles de hombre y mujeres que trasterrados habitaban en
algunos países del planeta formando una diáspora española.
La semana pasada se conmemoraron los 75 años de la llegada
del barco, el Sinaia, cuyo nombre fue
puesto por la reina María de Rumania en honor a la población donde se
encontraba el Castillo de Peles que era la residencia oficial de los monarcas
rumanos, al puerto de Veracruz, con lo primeros exiliados republicanos. El Sinaia fue el primero de muchos barcos
que de 1939 a 1942 trajeron a nuestro país a más 25,000 españoles que huían de
los horrores que un personaje siniestro como lo fue Francisco Franco impuso en
su país tras la derrota de la Segunda República Española.
El Sinaia tocó
puerto mexicano el 13 de junio de 1939. En él llegaron 1800 personas. Juan
Rejano, escritor y periodista que viajaba a bordo del Sinaia decidió escribir un pequeño periódico narrando día a día la
travesía de 18 días que hizo la embarcación para llegar a Veracruz.
La gente toma el sol en cubierta. Este
comienza a ser el sol de la libertad. La falta de alambradas hace que la
imaginación crezca y cada uno forme planes sobre el porvenir. El sol distiende
los músculos y concentra el pensamiento.
Fue uno de los primeros textos que Rejano escribió en ese
panfleto al que llamó: Sinaia. Diario de
la primera expedición de republicanos españoles a México.
El Sinaia, y
después muchos otros, trajeron a nuestras tierras a miles de personas que de
pronto habían despertado sin más patria que la que llevaban en la memoria y en
el corazón. A México llegaron, escritores, poetas, filósofos, intelectuales,
científicos, activistas de todos tamaños y matices políticos liberales, que con el correr de los años y con la
imposibilidad abrumadora de no poder regresar a su tierra natal, se volvieron
mexicanos, vivieron y aprendieron como dice Moreno Villa; una nueva geografía,
nuevas comidas y ante todo un nuevo idioma español.
Y llegaron también otros ciudadanos, que no por ser menos
famosos, son menos valiosos. Hombres y mujeres e bien que se incorporaron al ir
y venir de una tierra que les era extraña y sorprendente. Entre los hijos y los
nietos de estos exiliados tuve mi educación formal. En ese sincretismo que
permitía que en Mixcoac en las calles que acotaban las avenidas Revolución y
Patriotismo, se conjugaran los verbos anteponiéndoles el vos, que para los
mexicanos murió con la Independencia. Una isla donde hablar de ostias era
hablar de golpes. Se ceceaba y se marcaban las J como quien quiere rasgar de
mala manera al aire que lo rodea.
Crecí y trataba de
entender esa geografía que a Moreno Villa le costaba trabajo olvidar. Veía
los jirones de una utopía que en tres
colores se paseaba frente a los niños que negaban y despreciaban la bandera
roja y amarilla que el tirano había impuesto en su patria y aprendí de la
generosidad verdadera de mi patria y no esa patrañería de los que ensordecidos
por el tequila y apestando a mariachis nombran con autoritaria ignorancia y
patético nacionalismo que somos grandes anfitriones, los mejores. Claro
pensando en el modelo que los tlaxcaltecas usaron con Cortés.
Y llegar a principios de los años setenta a nuevos exiliados
cuyas patrias se habían convertido en el sueño aterrador de alguien más.
Llegaron chilenos, uruguayos, argentinos muchos de los cuales con el tiempo han
podido regresar a sus tierras, y otros que hicieron de México su patria. Ellos
no llegaron en barcos, llegaron en aviones y aquellos que treinta años antes
habían desembarcado en Veracruz, abrieron las puertas del colegio con la misma
generosidad con que ellos fueron recibidos, para aceptar a esa nueva oleada de
hombres, mujeres y niños que llevaban la patria en la memoria.
Escuché y aprendí de esos horrores que sólo un ser humano
puede cometer contra otro ser humano. Aprendí que la intransigencia se practica
en todos los bandos ideológicos y de futbol, que nunca seremos capaces de
respetar al otro, mucho menos intentar entenderlo.
Hace setenta y cinco años llegaron a nuestro país hombres,
mujeres y niños, para mi muchos de ellos son entrañables a pesar de su versión
totalitaria de la educación laica, Por ellos vi sin salir de mi ciudad grandes
rebanadas del mundo. De un mundo lleno de hombres que tras haberlo perdido
todo, tenían la pasión, la convicción y las ganas de volver a ganarlo todo y
mucho más. Sin abandonar su identidad y sumándose a una nueva.
En su novela El
Cortejo, Simón Otaola que nació en San Sebastián y murió en la Ciudad de
México, describió en la primera viñeta de la historia llegada de Abilio Carroncho
al funeral de un amigo suyo. Al asomarse dentro del féretro para ver al muerto,
en voz alta, aquel que para republicanos,
él; para jugarse la pella por los ideales, él; para despanzurrar a un traidor,
él y para cantar joticas, me caguen sos, él; siempre él… dice de una manea que solo ese hibrido del
exiliado que ha pasado tal vez más años de su vida en tierras extranjeras que
en la propia, alcanza a exclamar:
- ¡En esta altiplanicie nos va a llevar a
todos la chingada!
En 1975 murió finalmente Francisco Franco. Cuando el
gobierno mexicano finalmente reconoció al nuevo gobierno español, se acabaron
el 14 de abril, la bandera y el himno republicano. Aquello que no era sólo trapos,
cantos y celebración se quedó marcado en mí por el resto de mis días y aún
habría de acrecentarse en muchos aspectos. Siempre he bromeado, pero bien
sabemos que entre broma y broma la verdad se asoma, que fui un exiliado dentro
del exilio.
publicado en blureport.com.mx el 19 de junio de 2014
Imagen:oem.com.mx
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