Armando Enríquez Vázquez
A finales de la década de los ochenta trabajé como productor
en el desaparecido Instituto Nacional del Consumidor. Una de las labores del Instituto
era dar conocer la calidad de todos los productos de consumo posible. El Instituto
diseñaba pruebas para cada producto, contaba para ello con un laboratorio en la
lateral del Periférico a la altura de San Jerónimo.
En ese laboratorio trabajan investigadores e ingenieros con
mentes brillantes y las más de las veces un tanto cuanto distorsionadas. El
laboratorio tenía dos áreas. Una para los productos comestibles, donde se
buscaba la pureza del producto, si estaba contaminado por bacterias, hongos,
metales extraños como plomo o mercurio en el caso del atún, o simplemente de mierda,
en el caso del agua potable y los lácteos. Se verificaba que la información del
peso neto y el peso drenado concordara con lo que especificaba la etiqueta.
Pruebas rutinarias y lógicas para todo aquello que nos vamos a comer y de las
cuales me quedó la costumbre de leer las etiquetas en el supermercado por lo
que ahora me alimento de frutas, verduras y carne de las que no me puedo
enterar como me envenenan y por lo tanto disfruto.
En el otro laboratorio el espíritu era mucho más inquieto,
por llamarlo de alguna manera, más creativo y tal vez podríamos llamarlo un
poco obsesivo. En ese laboratorio se realizaban las pruebas a productos que no
eran comestibles, como escusados, videograbadoras o gomas de borrar para los
estudiantes, juguetes en la temporada navideña y uniformes en las semanas
previas a la entrada a clases.
De este grupo de sagaces ingenieros, siempre llamó mi
atención por su compulsión destructiva. Todo aquello que estudiaban, sin
importar si se trataba de un diccionario, había que abrirlo y cerrarlo hasta
que finalmente se deshojara. Mientras unas marcas resistían sólo una abierta y
cerrada, otras podían hacer que el ingeniero en turno desarrollara los bíceps
de Charles Atlas. Qué si de una plancha, dejarla caer de cierta altura para ver
hasta cuando se desarmaba. La prueba era obligatoria se tratara de focos,
videocaseteras o pilas alcalinas, había que saber cuándo y cómo se rompían. Y
la mirada de los ingenieros al lograr su objetivo no era de satisfacción, si no
un poco perturbadora.
Sin duda el más curioso de los estudios de calidad que
durante esos años que laboré en el INCO, se llevó a cabo en sus laboratorios,
fue el realizado a las marcas de condones. A finales de la década de los
ochenta y principios de los noventa, el SIDA era todavía uno de los grandes
misterios de la ciencia y por lo tanto en una sociedad puritana y persignada
como lo es la nuestra, el perfecto nido para una infinidad de mitos y leyendas
urbanas, que se acumulaban día a día. La discusión sobre las ventajas en el uso
del condón comenzaba a generalizarse a
pesar de la mirada aterrada de curas pederastas y procreadores de bastardos a
lo largo y ancho de una nación que renegaba de los “preservativos” que era la
manera educada y cortés que teníamos los mexicanos para llamar al condón.
Y haciendo un aparte, aquí habría que decir que esos
eufemismos tan mexicanos como el de preservativo, nunca se me han hecho
lógicos. ¿Preservativo? ¿Qué preserva? ¿El semén, perdón la semilla?, ¿De qué? ¿Para qué? ¿O se
refiere a la gracia de la doncella que de otra forma podría terminar en estado inconveniente y mancillar la
honra de su familia? ¿O protegía al fiel esposo de alguna enfermedad venérea
que lo delataría como amante de los prostíbulos y las pu…, perdón enfermedad impronunciable, casas de dudosa
reputación, señoritas de la mala vida. En realidad era de todo a la vez, que es
para lo que se sigue usando, pero gracias al Sida podemos llamar al pan, pan,
al condón, condón y al coño, coño y hasta podemos presumirlos y recomendar las
marcas.
Las pruebas diseñadas para probar los condones eran de alto
grado de sofisticación, que delataban cuestionamientos filosóficos y éticos
sobre el mejor uso y aprovechamiento del condón, al menos ese hubiera sido un
buen eufemismo para definir el estudio ante los mojigatos, aunque sencillamente creo eran pruebas nacidas
del Ocio, qué es la madre de todos los debrayes y las horas libres que los
ingenieros dedicaban a ver películas pornográficas.
Entre las ingeniosas pruebas diseñadas para el estudio, que
incluían el meter el condón a un horno a más de 400°C para ver en cuanto tiempo
comenzaba a deformarse y perder sus características físicas, por aquello de los
ardientes amantes. Claro que a esa temperatura el pene y la vagina también
pierden sus características físicas, y de las cenizas resultantes, polvo
enamorado, diría Quevedo, resultaría muy difícil distinguir entre la vagina, el
pene y condón que fue incapaz de proteger a los amantes de su ardor.
Otra de las agudas pruebas a las que se sometió a los
condones fue la de la capacidad de líquido que puede contener un condón, a los
cuales se les aplicaban hasta cuatro litros de agua. No quiero especular nada
porque no sé si estos sesudos ingenieros, tal vez un poco nerds, podían
diferencia r entre la vejiga y los testículos, los fluidos que producen y las
cantidades de los mismos.
Pero, sin lugar a duda la más ingeniosa y distorsionada de
las pruebas era la que utilizaba un aparato diseñado específicamente para estas
pruebas llamado el frotímetro.
El frotímetro se componía de un consolador de metal sobre el
que se colocaba el condón y entonces se hacía penetrar a través de un aro a una
velocidad constante hasta que el condón se reventara. Claro se podía variar la velocidad de
penetración y el material de recubría al aro para poder dejar volar la
imaginación en materia de diferentes encuentros sexuales. Puedo imaginar a los
ingenieros rodeando el frotímetro con sus tablas de observaciones en las manos
y la mente perdida en algún lugar de sus fantasías o perversiones. Algunos
condones resistieron horas en el aparato, lo cual debió convencer a estos
técnicos que las fornicaciones de hora y media que veían en sus videos eran más
que ciertas.
Todos estos experimentos diseñados por los Ingenieros del
INCO parecían haber sido fruto de cualquier cantidad de leyendas urbanas o de
las bromas a los nerds del salón. Y no dudo que en algún cajón de un técnico se
encontrara una versión del frotímetro que reprodujera las condiciones de una
vagina dentata.
El tratado de Libre Comercio aun no estaba en vigor y las
marcas más comerciales de condones como Trojan o Durex no eran fáciles de
encontrar el mercado, por lo que al parecer existía una gran industria nacional
dedicada a la fabricación de condones. Entonces descubrí que entre las marcas
analizadas había una que combinaba algunas de las pasiones más enclavadas en el
subconsciente del mexicano; sexo, su deporte favorito y la esperanza de que el
condón no funcionara y pudiera presumir ser padre. Únicamente le falta el
saborizante a gordita de chicharrón con harta
salsa verde. La marca se llamaba Gol.
Desgraciadamente las mentes puritanas y estrechas de los
directivos del INCO decidieron que la labor y el esfuerzo de los ingenieros se
guardaran en un cajón. El estudio no fue publicado ni en la revista del
consumidor, ni tuve el deleite de hacer uno de los primeros experimentos del
tecno porno para la televisión abierta del país.
Muchos años después, yo ya en otras tareas televisivas, me
enteré de que el estudio se había actualizado y publicado en la revista. Nunca
supe si alcanzó las pantallas chicas de los hogares mexicanos. Pero hace poco
en un momento de inusual abulia nocturna, prendí la televisión, cosa más
inusual aún y pude ver un comercial de condones. La imagen no dejaba nada a la
imaginación; un condón inflado como
globo y un aparato similar a una lija circular o esmeril tallando el condón que
rebotaba en la superficie de la piedra. Un frotímetro del siglo XXI.
Al
parecer alguno de los ingenieros del INCO pudo llevar sus sueños y fantasías
más allá del sector público y pudo conseguir mucho más que aquel censurado
programa de televisión.
publicado en palabrasmalditas.net en mayo de 2014
imagen: sexualidad.saludisima.com
vadidekizambak.net
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