La Ciudad marcha a un ritmo que le impone la selección discográfica del destino.
Armando Enríquez
Vázquez
Me encanta como de
pronto el destino sonoriza nuestro caótico entorno citadino.
Estación Zapata del
Metro, 8:15 A.M. en un viernes. La gente se amontona en los andenes esperando
llegar a tiempo a sus trabajos, a pesar de las caras hinchadas por los minutos
extras que le robaron al despertador, delatan que ya van tarde, muy tarde. A lo
lejos en el túnel se ve el faro del tren que viene mientras de fondo el sonido
local toca Chattanooga Choo Choo, con
la orquesta de Glenn Miller. Así es como en ocasiones la ciudad nos ofrece un
soundtrack perfecto para las actividades que en ella se llevan a cabo y para
matizar, contrarrestar, a veces ironizar sobre el estado de ánimo de sus
ciudadanos, o al menos el de este observador, sin que nadie de manera consciente contribuya
a la ambientación de nuestra Ciudad, ya sea en su calles, sus lugares públicos
o en ese marco parecido al de un monitor en el que de pronto se convierte el
parabrisas del carro, manteniéndonos aislados del exterior y pareciera que de
la realidad.
Hace algunos años,
tal vez cuando el plantón de Reforma provocaba una serie de caos vial en las
calles de alrededor, quizá al verme atrapado por alguna manifestación
cualquiera, una de esas que son el pan nuestro de los capitalinos, en el Centro
Histórico y ante el embate de los claxons
ininterrumpidos, originados en aquellos que caen dormidos o infartados sobre el
volante del carro, decidí subir el
vidrio de la ventana del auto y opté por intentar quedarme sordo subiendo el
volumen a la radio, antes que enloquecer por el ininterrumpido llamado de los
cafres que creen que en algún momento, y como por un efecto de resonancia, los
ríos de manifestantes se disolverán en el éter al entrar en la misma frecuencia
los pasos de los marchistas y el tono de su claxon. Entonces, del otro lado del
parabrisas, apareció un contingente de esos que ya no se sabe si luchan por
causas sociales o por egoístas y mezquinas razones personales de alguien que
les dio una torta para marchar. Descalzos, con el cabello hirsuto y las caras
de un tono cobrizo muy enrojecido por el inclemente sol de agosto, arrastrando
el paso más que marcándolo. En ese mismo
momento en la radio comenzaron a sonar las notas de Pompa y Circunstancia de Sir Edward Elgar que con sus largos y muy
peinados mostachos, parecía tratar de dar un orden al caos de manifestantes y
automóviles anudados en las cercanías de Paseo de la Reforma.
Entonces durante
algún tiempo mi pasatiempo favorito mientras me encontraba en un automóvil era
prender la radio y buscar estaciones al azar. La ciudad cobraba entonces una
vida diferente. Traga fuegos vomitando llamas a ritmo de We didn’t Start the Fire o payasitos de esos de nalgas de globos y mascaras de ex presidentes que ejecutan su
rutina mientras en la radio el azar sintonizaba Send in the Clowns y del otro lado del camellón llegaban hasta el
paso cebra más niños mal maquillados corren a las ventanillas de los autos con
las manos estiradas. O un indigente que con un costal al hombro y que miraba
asombrado a los autos detenidos frente a la luz roja quedó enmarcado por Wild
Horses.
En el caso ser
usuario del transporte público se trata de concentrarse en la música que viene
escuchando el conductor, entonces se observa la cara del conductor y se le
ubica como personaje de la casi siempre
melodramática canción que viene escuchando. Pubertos de exagerados mowhawks que en su pretendida rudeza
caen en los brazos de Leo Dan o Lupita D’Alesio. O treintañeros que llevan la
pasera a ritmo de reggaetón; frenando, rebasando y mentando madres de manera
coreográfica con su ruido de acompañamiento.
Sí todavía hay paradas antes del destino, entonces hay tiempo para
observar a los pasajeros, con calma y de manera discreta para que no vayan interrumpir
su tarareo o simplemente para evitar ser confundido con un asaltante o
acosador. Curioso como la mayoría de ellos entra de manera perfecta en trance
con ese soundtrack que la Ciudad ofrece en ese momento.
Taxistas que parecen
salidos de una película de los cincuenta, de una ciudad de jóvenes rebeldes y
que escuchan canciones de tríos.
Ni que decir de
esos pregones que siempre han ocurrido en la Ciudad y que hoy como nunca están
presentes en todas nuestras calles, transformados y tecnologizados han cambiado
la voz por la grabación que unifica y hace una sola voz por toda la ciudad que
nos vende tamales de Oaxaca calientitos, o de esa mujer que como La Llorona
recorre las calles ofreciendo comprar colchones, estufas y fierro viejo que
vendan. Como moderno Señor de Tlacuache Cri – Cri, que ha cambiado el costal
por una camioneta pick up para recorrer las calles de la gran ciudad.
Otro de estos gags
sonoros los pone el destino en la boca de aquellos que pasan a nuestro
alrededor. En el dialogo de dos oficinistas que llegan a la taquilla de un cine
a comprar los boletos para ver Rocky II y uno se niega a entrar porque: Siente muy feo cuando le pegan a Rocky. O
ese casi indigente que lloraba inconsolable en un Delfín porque asesinaron a John
Lemon.
Hace ya muchos años
cuando leí un cuento de José Agustín titulado El Nicolás descubrí la fuerza de una palabra al leer: Chingaputamadrazo. Así de fuerte, de
seco, de contundente. A veces a esa contundencia se cuelga la ignorancia y lo
naive. Hace poco caminando por las calles del Centro Histórico escuché a una
jovencita que con subtexto de rabia incontrolable, le preguntó a otra de las
chicas que iba con ella y caminaban a mis espaldas.
- ¿Entonces así se dice?
- Si. – contestó la otra.
-¡Ahí viene se lo voy a decir!- aseguró la primera.
-¡Vas!
Como estaba
distraído escuchando la conversación, la sombra o sombras que pasaron a mi lado
no cobraron forma, ni personalidad alguna y sólo un sonoro, pero titubeante:
-¡Moderbich! - Salió de la boca de la adolescente a mi
espalda.
Los pasos del grupo a las que imagino colegialas
desaparecieron en carrera a mis espaldas y la persona blanco de tan artera y
artificiosa palabra se pulverizó en la masa de transeúntes, antes, mucho antes
de que llegara a voltear.
Y así, también, el soundtrack de esta gran ciudad a veces
nos quiere recordar algo.
Caminando
una mañana por Avenida Juárez un grupo de jóvenes y no tan jóvenes,
amplificador en el piso, rastas canosas en la cabeza y muchas ganas de sonar
como Roger Waters interpretaba y cantaba Wish
you were here de Pink Floyd. Cualquier apunte sale sobrando…publicado en palabrasmalditas.net en abril de 2014
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